Cae la lluvia fresca,
ensordecedora, tras los cristales contemplo como las gotas camicaces se
estrellan con el cristal y forman pequeños riachuelos de agua. El aire mueve a
su antojo los arboles y las pequeñas partículas de lluvia que caen son llevadas
de un lado para otro sin rumbo. Un hombre de mediana edad anda apresurado bajo
su paraguas negro haciendo mil malabares para que este no sea preso del
vendaval que azota fuerte. Las farolas
arrojan un brillo anaranjado sobre la ciudad como pequeños oasis de luz entre
la tempestad. Al calor del hogar y mirando tras la ventana afloran en mi mente
infinidad de historias sucedidas bajo la lluvia, recuerdos incontrolables que me hacen sonreír
y que inundan todos mis sentidos. Cuantas cosas pueden suceder bajo un
paraguas, cuantas sensaciones debajo de cuatro varetas oxidadas y una tela,
quizá de flores o lisa pero al final sea como sea con un único uso.
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Caminábamos despacio, aquella
tarde veníamos de hacer un trabajo del colegio juntos y lo habíamos pasado genial, habíamos reído y
cantado hasta el agotamiento, una tarde de invierno espectacular, en buena compañía junto a una hoguera. Nos
despedimos de los demás y nos dispusimos
a volver a casa. Al salir ya se podía
observar como unas nubes negras y
amenazantes encapotaban el cielo. Empezamos
a caminar más y más rápido pero como si de una olla a presión se tratase, de pronto estallaron empezando a verter agua sobre nosotros. Él saco su
paraguas y juntos nos metimos dentro para resguardarnos del temporal. Entre
charla y risa nos dirigíamos hacia mi casa caminando bajo las gotas bravas que
morían sobre nuestras cabezas, nunca habíamos estado tan juntos, nunca había
sentido el roce de su piel tan cerca, y jamás nuestras miradas habían sido tan cómplices.
Un bonito recuerdo para recapitular una noche de lluvia.
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¡Vamos corre, va a llover y aún
no llegamos a casa! Gritaba mi vecino
muy agitado. Aquella tarde al salir del colegio el cielo amenazaba con una
buena tormenta pero nosotros no llevábamos paraguas y corríamos calle abajo al
trote. Las pequeñas gotas ya rodaban en
el aire y se estampaban contra nuestras caras congeladas por el frío, pero fue
imposible llegar a tiempo pues el temporal nos había alcanzado, y que mejor que
hacer que dejarnos llevar. La lluvia se
hizo más fuerte y nosotros bajábamos sin prisa la cuesta de la calle Palacio, empapados
pero disfrutando de aquella lluvia fresca que nos chorreaba por el pelo y la
ropa. Era una impresión única, como si nuestro cuerpo y alma se purificara en
apenas minutos, una sensación de libertad extraordinaria, yo siempre había visto alguna escena parecida en
las películas pero nunca lo había
experimentado y aún hoy cuando veo llover me dan ganas de salir a la
calle, correr y dejar que el agua moje mi cuerpo y volver a
percibir aquel efecto de libertad y bienestar como aquella tarde de invierno cuando era niña.
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Amanecía un día gris y lluvioso
aquel domingo de finales de los 80, mi madre había madrugado para encender la
lumbre y mi hermano y yo desayunábamos pan tostado en las ascuas. No sé si lo habéis probado pero no tiene nada
que ver con el pan tostado en estas tostadoras tan modernas que tenemos hoy en
día, quizá sea que estaba más bueno porque me trae buenos recuerdos ¡aquel pan
de “Juan fatigas” con aceite estaba para chuparse los dedos! Los dos aun en pijama nos calentábamos frente
a la hoguera mientras los palos crujían y chisporroteaban ahí dentro presos de
las llamas feroces que los consumían como si de paja se tratasen. Esos días no
podíamos salir a la calle a jugar al balón o a la trompa pero puedo asegurar
que eran los mejores de todos, inventábamos historias de piratas y marineros
o con las sillas hacíamos un tren y viajábamos a lugares lejanos e imaginábamos
miles de historias con las que pasábamos
felices la mañana. Luego antes de comer nos bañábamos en un barreño de zinc con
agua bien calentita, junto a la candela mi madre nos enjabonaba con cariño y
nos secaba rápidamente para que no pasáramos frío, más tarde comíamos migas con
chorizo todos reunidos y por la tarde mi abuela y mi madre se tomaban el café
juntas mientras charlaban y nosotros seguíamos jugando en nuestro mundo de
niños lleno de fantasía. Este es uno de los mejores recuerdos que me trae un
domingo lluvioso.
Por todas estas historias que os
cuento me gustan los días lluviosos, la gente dice que son días feos pero a mí
no me lo parecen. Quizá sean malos para jugar a fútbol, correr o pasear pero
son los que guardan los recuerdos más bonitos en familia o con amigos, os animo
a que los días grises hagáis cosas
juntos, a que los niños
desconecten las videoconsolas y simplemente jueguen al parchís con vosotros
para que cuando sean mayores tengan bonitas historias que contarnos, bajo la
lluvia.
