domingo, 2 de marzo de 2014

HISTORIAS BAJO LA LLUVIA

Cae la lluvia fresca, ensordecedora, tras los cristales contemplo como las gotas camicaces se estrellan con el cristal y forman pequeños riachuelos de agua. El aire mueve a su antojo los arboles y las pequeñas partículas de lluvia que caen son llevadas de un lado para otro sin rumbo. Un hombre de mediana edad anda apresurado bajo su paraguas negro haciendo mil malabares para que este no sea preso del vendaval que azota fuerte.  Las farolas arrojan un brillo anaranjado sobre la ciudad como pequeños oasis de luz entre la tempestad. Al calor del hogar y mirando tras la ventana afloran en mi mente infinidad de historias sucedidas bajo la lluvia,  recuerdos incontrolables que me hacen sonreír y que inundan todos mis sentidos. Cuantas cosas pueden suceder bajo un paraguas, cuantas sensaciones debajo de cuatro varetas oxidadas y una tela, quizá de flores o lisa pero al final sea como sea con un único uso.

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Caminábamos despacio, aquella tarde veníamos de hacer un trabajo del colegio juntos  y lo habíamos pasado genial, habíamos reído y cantado hasta el agotamiento, una tarde de invierno  espectacular,  en buena compañía junto a una hoguera. Nos despedimos de los demás y  nos dispusimos a volver a casa.  Al salir ya se podía observar como  unas nubes negras y amenazantes encapotaban el cielo.  Empezamos a caminar más y más rápido pero como si de una olla a presión se tratase,  de pronto  estallaron empezando  a verter agua sobre nosotros. Él saco su paraguas y juntos nos metimos dentro para resguardarnos del temporal. Entre charla y risa nos dirigíamos hacia mi casa caminando bajo las gotas bravas que morían sobre nuestras cabezas, nunca habíamos estado tan juntos, nunca había sentido el roce de su piel tan cerca, y jamás nuestras miradas habían sido tan cómplices. Un bonito recuerdo para recapitular una noche de lluvia.

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¡Vamos corre, va a llover y aún no llegamos a casa!  Gritaba mi vecino muy agitado. Aquella tarde al salir del colegio el cielo amenazaba con una buena tormenta pero nosotros no llevábamos paraguas y corríamos calle abajo al trote.  Las pequeñas gotas ya rodaban en el aire y se estampaban contra nuestras caras congeladas por el frío, pero fue imposible llegar a tiempo pues el temporal nos había alcanzado, y que mejor que hacer que dejarnos llevar.  La lluvia se hizo más fuerte y nosotros bajábamos sin prisa la cuesta de la calle Palacio, empapados pero disfrutando de aquella lluvia fresca que nos chorreaba por el pelo y la ropa. Era una impresión única, como si nuestro cuerpo y alma se purificara en apenas minutos, una sensación de libertad extraordinaria,  yo  siempre había visto alguna escena parecida en las películas pero nunca lo  había experimentado y aún hoy cuando veo llover me dan ganas de salir a la calle,  correr  y dejar que el agua moje mi cuerpo y volver a percibir aquel efecto de libertad y bienestar como aquella tarde  de invierno cuando era niña.

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Amanecía un día gris y lluvioso aquel domingo de finales de los 80, mi madre había madrugado para encender la lumbre y mi hermano y yo desayunábamos pan tostado en las ascuas.  No sé si lo habéis probado pero no tiene nada que ver con el pan tostado en estas tostadoras tan modernas que tenemos hoy en día, quizá sea que estaba más bueno porque me trae buenos recuerdos ¡aquel pan de “Juan fatigas” con aceite estaba para chuparse los dedos!  Los dos aun en pijama nos calentábamos frente a la hoguera mientras los palos crujían y chisporroteaban ahí dentro presos de las llamas feroces que los consumían como si de paja se tratasen. Esos días no podíamos salir a la calle a jugar al balón o a la trompa pero puedo asegurar que eran los mejores de todos,  inventábamos historias de piratas y marineros o con las sillas hacíamos un tren y viajábamos a lugares lejanos e imaginábamos  miles de historias con las que pasábamos felices la mañana. Luego antes de comer nos bañábamos en un barreño de zinc con agua bien calentita, junto a la candela mi madre nos enjabonaba con cariño y nos secaba rápidamente para que no pasáramos frío, más tarde comíamos migas con chorizo todos reunidos y por la tarde mi abuela y mi madre se tomaban el café juntas mientras charlaban y nosotros seguíamos jugando en nuestro mundo de niños lleno de fantasía. Este es uno de los mejores recuerdos que me trae un domingo lluvioso.


Por todas estas historias que os cuento me gustan los días lluviosos, la gente dice que son días feos pero a mí no me lo parecen. Quizá sean malos para jugar a fútbol, correr o pasear pero son los que guardan los recuerdos más bonitos en familia o con amigos, os animo a que los días grises hagáis cosas  juntos,  a que los niños desconecten las videoconsolas y simplemente jueguen al parchís con vosotros para que cuando sean mayores tengan bonitas historias que contarnos, bajo la lluvia.