REFLEJOS
DE UN VIEJO RETRATO
Seudónimo: Afrodita
Tras
la ventanilla de aquel destartalado Seat 850 de color azul, algo desconchado
por el tiempo, contemplaba pasar con rapidez el paisaje olivarero de la
campiña, con los ojos fijos en un punto infinito, el corazón anudado y miles de
lágrimas atoradas en los ojos. El absoluto silencio que nos acompañaba hizo
recrear en mi mente escenas de todo lo acontecido en los meses anteriores como
si de una película muda se tratase. Fue así, tras un corto viaje que me pareció
eterno y sobresaltado por el sonido de un freno de mano chirriante, como pisé tierra
firme en la villa de Begíjar de manera inesperada, una turbulenta tarde de
octubre de hace ya sesenta años, a la edad de seis primaveras.
Las
hojas se arremolinaban detrás del campanario de la iglesia de Santiago Apóstol,
rebeldes, mientras la ventolera de la tarde despeinaba mi flequillo
trasquilonado y profanaba mis pies a través de los agujeros de mis humildes
zapatillas. La casa del párroco Don Miguel sería mi nuevo hogar tras quedar
huérfano e ingresar por una temporada en el convento de monjas de
Torreblascopedro, mi pueblo natal.
-Gonzalo
aquí serás feliz hijo, yo me encargaré de ello, ya verás cuantos amigos haces,
no estés triste- me decía cariñosamente, mientras frotaba enérgicamente sus
cálidas manos alrededor de las mías para que entrasen en calor.
Comenzó
ese día mi nueva vida, tras la triste perdida de mis jóvenes padres por azar
del destino convirtiéndome en monaguillo de la parroquia de mi ahora pueblo
adoptivo y fiel compañero y recadero de ese hombre de buen corazón que era nuestro
querido sacerdote.
Era
bastante madrugador y, por las mañanas antes de ir al colegio, siempre me
encargaba de hacer la compra en la plaza de la Constitución donde el mercado
bullía desde primera hora de la mañana con un vaivén incesante de mujeres
haciendo acopio de verduras y demás provisiones para preparar el puchero. Al
fondo, dos barecillos: el de Antonio o papá Nono (como cariñosamente lo llamaban
los chiquillos), donde los hombres calentaban la maquinaria antes de la jornada
en el campo con unas manzanillas bien calientes aliñadas con un chorrito de
anís; al lado, la taberna de Paco que, aunque también contaba con depósito de
manzanilla bautizada, solía tener menos bulla siempre a esas horas.
El
mudo de la Chicona, como así lo conocían en el pueblo, era el primero en catar
aquellas infusiones ardientes previamente consagradas con licor. Lo recuerdo
siempre con el cinturón colgando de los pantalones y la camisa remetida por éstos,
apoyado en la fría chapa de la barra mientras emitía esos sonidos tan raros de
su garganta que me daban tanto miedo, pues en mi inmadurez no entendía que era
lo que le pasaba a ciencia cierta. Era su manera de comunicarse. Siempre me
inspiro mucho respeto y admiración la forma en la que se desenvolvía a pesar de
su hándicap. ¡Era más listo que el hambre!
Doña
Josefina, la maestra ya conocida por todos y que vivía en los alrededores de la
plaza, era bastante madrugadora, al igual que yo, y siempre paseaba con su
perrita Olga desde bien temprano. Esta también era bastante popular entre los
hortelanos, quienes comenzaban la trifulca mañanera a pleno pulmón con la dueña
al amanecer de Dios.
-
¡Señorita, cuide de su perra que se ha meado en los berzotes otra vez! - le
recriminaba Juan el hortelano, cansado ya de guerrear todos los días con la
misma cantinela. Pues las frutas siempre estaban en los cajones, pero la
verdura se exponía al público extendida sobre sacos en el suelo. La respuesta
siempre era la misma.
-
Mi perrita es hembra y las hembras no alzan la pata, señor Juan. Los berzotes
estarán mojados del rocío de la mañana- contestaba molesta, mientras se alejaba
caminando pizpireta con Olga, que más que un can, parecía un mulo por su
tamaño.
Sin
duda la reina de la plaza era Pepa, la mujer de Paco el de la taberna, como
todos la conocían en Begíjar, de piel clara y pelo negro como el azabache largo
y vaporoso que lucía al viento con porte señorial y un encanto desbordante.
Desde horas bien tempranas, cuando apenas comenzaba la jornada, ésta se
ataviaba con su delantal de cuadros rojos y negros que dejaba entrever, tras
sus ataduras, la exuberancia de sus pechos firmes y vigorosos, a pesar de tener
ya unos cuarenta años aproximadamente.
-
¡Buenos días, espejo! - era su cálido saludo diario después de estamparme dos
besos apretados en mis tibias mejillas y regalarme una armoniosa carcajada. Cómo
olvidar la melodía de su sonrisa, si aún retumba en mi cabeza y me vuelve a
hacer deleitarme en aquellos momentos de antaño.
-
Hoy te espero al medio día. Voy a preparar manitas con morcilla de las que
tanto te gustan y ya sabes que siempre te guardo una ración para que las
pruebes, mi niño. Come, que estás muy flaco - apostillaba siempre de manera
cariñosa.
Aquellas
manitas cocinadas con amor eran un manjar para las papilas gustativas de quien
tuvo el placer de deleitarse de su extraordinario sabor, así como las
innumerables tapas que preparaba de cara a la ligada de la tarde noche:
criadillas, riñones fritos con ajos, asaduras con tomate o caracoles en
temporada (eran su especialidad y era entonces cuando la taberna del tío Paco
se convertía en el lugar ideal de alterne entre todas las gentes del pueblo). Era
aquel barecillo de pueblo de la esquina de la plaza el más concurrido los fines
de semana, cuando las parejas de novios y también algunas más mayores tomaban
sus quintos de Alcázar y llenaban sus barrigas los sábados antes de ir a bailar
algunas lentas a la discoteca Viola, situada en la calle Colón. Era por eso que,
en estos días, la tía, como así le gustaba que la llamase, solía estar bastante
atareada y me contrataba como chico de los mandados ya que mis agiles y jóvenes
piernas me proporcionaban gran velocidad.
-
Gonzalo ve a la panadería de Juan Fatigas y dile que te de tres panes de los de
ayer. Hoy está lloviendo y vamos a preparar migas, y toma esta peseta. Es para
ti, por servicial. ¡Qué haría yo sin mi niño de ojos verdes! ¡Ains que mofletes
más bonitos señor! - me pellizcaba tan fuerte que casi me hacía daño, pero a mí
me encantaba.
La
panadería se situaba en la calle Francisco López, en una casa pequeña con un
portón grande pintada ésta de cal blanca, que vendía en la calle Esparteros una
señora de pelo canoso pequeñita y menuda llamada Bastiana, a la que siempre me
cruzaba en el camino barriendo la puerta.
-
¡Buenos días, señor Juan! - saludaba al panadero quitándome la boina que
resguardaba mi cabeza del frío en señal de reverencia.
-
¡Buenos días, Gonzalillo! Toma los panes de Pepa y para ti una magdalena recién
hecha. Espera que se enfríe que te va a sentar mal - me advertía. Lo recuerdo
siempre arremangado, con las manos en la masa, y a su señora Sebastiana
rellenando las magdalenas de limón más ricas de todo el pueblo.
-
¡Gracias! ¡Qué pase buen día, señor Juan! - contestaba al despedirme mientras
salía de la panadería embriagado del olor a pan recién hecho que tanto me
gustaba y del calor que desprendía el horno de leña que el panadero atizaba
incansablemente.
Enfrente
de la panadería, los Perreros montaban su carrillo de la felicidad como yo lo
llamaba, lleno de caramelos y piruletas de muchos colores. El carrillo verde y
amarillo repleto de cristales hacía las delicias de todos los pequeños de
Begíjar, sobre todo cuando los domingos lo engalanaban para transportarlo al
paseo Doctor Revuelta donde el matrimonio era recibido con alegría por una
exultante chiquillería. Trompetas brillantes, tambores y aquellos muñecos de
tres pesetas que tanto me gustaba coleccionar eran algunos de los bienes tan
codiciados que colgaban de este. En mi caso, tendría que seguir ahorrando
durante la semana con la propina de los recados y esperar al ansiado domingo
para poder tener uno más en mi poder.
-
¡Buenos días, perrera! - saludaba jubiloso a Catalina, pues este era su nombre
de pila, y Antonio Navarrete, el de su esposo, un superviviente de guerra que
quedo con un brazo dislocado tras ser alcanzado por la metralla un tiempo atrás.
A veces me contaba la historia. Yo me quedaba embelesado escuchando su
batallita mientras observaba los hoyos que lucía con orgullo en su piel.
-
¡Pero mira quien anda por aquí! ¡Tú no paras, zagal! Llévate unos caramelos de fresa,
anda, pero guárdalos para esta tarde, vayamos que no comas al medio día por mi
culpa. - Catalina tenía la mano más larga y la confianza hacía que siempre se
despidiese de mí con un azotazo cariñoso en el culote.
-
¡Pasa y que te los dé Navarrete! - era la frase que siempre utilizaba cuando la
pillábamos ocupada y era así como los niños familiarmente lo conocíamos.
Mientras ella seguía con sus labores entonando entre dientes la canción “Cuando
salí de Cuba”
Y
camino adelante, tras atravesar la calle Esparteros y finalizar la calle del Agua,
avistaba de nuevo la plaza donde Pepa me esperaba en su cocina rodeada de
cacerolas y cucharones para desmigar el pan de las sabrosas migas que nos
comeríamos ese día.
Después
del duro fin de semana llegaba el esperado día de descanso donde la taberna
echaba el cerrojo por veinticuatro horas de recesión. Y ese era el día que más
me gustaba. Solía irme a casa de Pepa por la tarde y, mientras su esposo dormía
la siesta reglamentaria en riguroso silencio, nosotros preparábamos pestiños de
anís para el café. Yo le ayudaba con la ilusión de comerme unos cuantos
acompañados de las gachas de Cola Cao de los lunes, mientras la tía rescoldaba
el brasero y recibía a alguna vecina para compartir la sobremesa.
Tras
terminar el duro y frío invierno entre migas y andrajos o gachas tortas como
ella los llamaba, el sol volvía a brillar con más intensidad sobre el pueblo. Los
cohetes anunciaban las próximas fiestas de la Virgen de la Cabeza en el barrio
de las Cuevas mientras yo me encargaba de preparar todo lo relacionado con la
liturgia y el arreglo floral del trono en la calle Mesones junto a los fieles devotos
de nuestra señora. Pepa también colaboraba en lo que podía siempre, pues el
tiempo libre con el que contaba jugaba en su contra incesantemente. Aún me
parece verla asomada al filo de la plaza con el mandil enrollado en los brazos,
cuando trasladábamos a la Virgen desde su ermita hasta la iglesia, el último sábado
de abril. El domingo era el día grande y en la procesión ella siempre nos
acompañaba vestida de negro con una vela blanca entre sus manos, sus labios
carnosos color carmín y las polkas de oro que colgaban de sus orejas. La
convertían sin duda en el blanco perfecto de las miradas de todos los vecinos.
Ese día cambiaba el olor a fritanga habitual por el suave aroma de su perfume
de jazmín.
La
banda de música acompañaba a la morenita por las calles de nuestro pueblo al
compás del baile de su pequeño trono portado por hombres y mujeres de todas las
edades, culminando esta entre aplausos a los pies de la calle Mesones al caer
la tarde. Después de ayudar a Don Miguel a recoger todos los artilugios que se
ponían en marcha para este día tan importante, tocaba disfrutar de la verbena,
aunque no todos podían hacerlo de igual forma. Ella se retiraba pronto a ayudar
a su marido en el bar que dejaba descuidado solo por ese rato, no sin antes
comprarme de algún puesto el mejor algodón dulce o un trozo de turrón de
almendras.
-
Que la Virgen te guarde siempre, mi niño bonito - me repetía con fervor mientras
acariciaba mi rostro con algo de tristeza en la mirada. Lo deducía por el
brillo de sus ojos que se tornaban vidriosos como si en algún momento las
lágrimas fuesen a hacer aparición en ellos.
Yo
era pequeño y no entendía el porqué de su tristeza, pero imaginaba que era
porque no se podía quedar a disfrutar de los pasodobles que tanto le gustaban, pues
siempre se la pasaba cantando “Francisco Alegre” a viva voz. Más tarde entendí
ese congojo.
El
tío Paco enfermó al poco tiempo. Nunca supe del mal que se aquejaba, solo lo
recuerdo sudando mientras su esposa paciente y cariñosa retorcía una toalla
empapada en agua fría que impregnaba por su frente. Al parecer algo grave
estaba pasando porque las visitas del doctor y de Don Miguel eran cada vez más
frecuentes. Fue entonces cuando este me propuso que me fuese a dormir con ella
por si tenía que ayudarla en algo. Contaba yo con la edad de diez años.
-
¡Pepa, dile a esas mujeres vestidas de negro que dejen ya de rezar el rosario
que todavía no me voy a morir, que tengo que dar mucha guerra! – gritaba Paco
mientras señalaba al hueco oscuro de la escalera en su delirio transitorio.
Y
así, cada noche, dormía al regazo de su pecho dolorido por la pena aliviando su
malestar hecho un ovillo entre sus brazos. No quería verla sufrir, pero, aunque
suene egoísta, esa conexión que siempre tuvimos se afianzo más aún si cabe para
mi beneficio con la devastadora enfermedad de Paco.
No
tardo Pepa en quedarse viuda y sin nadie en el mundo. Tan solo un hermano y su
sobrina que venían a visitarla ahora más a menudo. La taberna de Paco cerró sus
puertas definitivamente mientras mi querida tía vivió una época escondida en las
sombras que la acompañaban. En esos momentos es cuando estuve más cerca de ella
que nunca, brindándole mi apoyo en todo momento y recibiendo a cambio ese
cariño incondicional que me ofrecía como el mayor de los tesoros.
Pepa
decidió entonces adoptarme como a ese hijo que nunca concibió y, tanto Don
Miguel como yo, estuvimos encantados con la noticia. Tardó ésta en volver a
reflejar en su rostro la mueca de esa sonrisa dulce y soñadora, pero todo
requiere de su tiempo, pues quiso mucho a su marido aunque fuesen pocos los
años que disfrutaron del matrimonio.
Las
puertas de la casa de mi ahora madre siempre estaban abiertas de par en par
para recibir a cualquier vecina o chiquillo a la hora del café acompañado
siempre de unos exquisitos papajotes o unas torrijas bien emborrachadas de
leche. La recuerdo dando buenos consejos a María Dolores, quien siempre andaba
quejándose del carácter de su marido o de la pila de ropa que le tocaba lavar
tanto de este como de sus dos hijos varones después del jornal de aceituna a
destajo.
Sobrevivíamos
de su pensión de viudez que no era gran cosa, pero nosotros éramos tan felices
con estar uno con el otro que apretarnos en algunas ocasiones la boca un poco.
No suponía un gran esfuerzo y era en esos momentos en los que nos teníamos que
ceñir, cuando todas las personas a las que ella ayudaba incondicionalmente nos
devolvían el favor a modo de cadena solidaria.
-
Toma, Pepa, un kilo de harina para que le hagas gachas al chiquillo - le decía Ana
la del horno de al lado del Cristo.
-
Ana. llévate unas pocas espinacas que me ha traído esta mañana Juan, el
hortelano, y se las preparas a tus hijos, que eso dicen que da mucha energía -
le contestaba ofreciéndole generosamente lo poco que tenía en señal de
agradecimiento.
Dar
sin esperar nada a cambio y el compartir todo lo que tenía con los demás eran
algunas de las virtudes más acentuadas que poseía, ya que ese gran corazón era tan
exageradamente enorme que siempre había sitio para todo el mundo.
Sin
lugar a dudas, el mejor momento del día era cuando me acostaba a su lado y
sentía el calor de esa madraza en la que se había convertido o cuando me contaba
esas historias tan bonitas donde ella soñaba con ser la princesa de un castillo
encantado rescatada en un caballo blanco por un apuesto príncipe. Tenía mucha
imaginación.
Y
así pasaron los años y, en cuanto me hice un poco mayor, me coloqué a dar el
jornal con la cuadrilla de los hijos de la vecina para ayudar en todo lo necesario
en casa, no sin descuidar en mis ratos libres los quehaceres de la parroquia a
la que me sentía muy ligado.
Pero
al igual que los años pasaron para mí, también pasaban para ella
inevitablemente. Poco quedaba ya de la mujerona preciosa que lucía a la entrada
de su casa en un retrato tamaño poster recubierto por un marco retorneado de
color dorado.
Sus
manos deformadas por las artrosis ya no le permitían realizar sus tareas
diarias cómodamente. Era por eso que ahora era yo quien preparaba las ricas
recetas para ella, eso sí, con sus ingredientes secretos, pues yo era conocedor
de todos, así que los fines de semana o las temporadas que no había mucho
trabajo en el campo trabajaba en el bar de “El Arriero”, en el paseo, donde me
desenvolvía a la perfección con el arte culinario.
Los
días que mi jornada laboral se alargaba más de la cuenta. Su sobrina María, que
era más o menos de mi edad y que vivía en la calle del Altozano, la acompañaba
hasta mi vuelta leyéndole las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban
pacientemente.
Algunas
tardes me sorprendía con algún dibujo realizado a lápiz con trazos gordos, la
iglesia, la fuente de “El Ejido”, la Cruz de Piedra, etc. Pero sin duda, ese
retrato de la Virgen de la Cabeza con su niño en brazos era para mí el más
valioso, pues representaba a una madre con su hijo tal cual lo que éramos ella
y yo, incluso si miraba detalladamente la cara del niño le podía encontrar
cierto parecido conmigo. Lo conservo enmarcado encima de mi mesita de noche
como uno de los más preciados regalos que me hizo en vida, pues es en ese
dibujo sencillo donde estampó el amor que me siempre me tuvo y la fe de que la
virgen siempre nos ayudaría a los dos en nuestro caminar.
Otro
invierno comenzaba en la calle Patrocinio de Biedma, que es donde vivíamos,
aunque este sería bastante diferente. Mi querida tía había sido diagnosticada
unos meses antes de una de las enfermedades más terribles que existen y la
radioterapia empezaba a hacer efecto en su ya cansado cuerpo. Conforme pasaban
los días, la enérgica Pepa que yo conocí se iba consumiendo despacito como una
vela. Decidí entonces aparcar un poco todo lo relacionado con la vida cotidiana
para dedicarme a lo que en este momento era realmente importante para mí, su
bienestar.
Ella
me inculco el amar incondicionalmente, el dar sin esperar recibir, la
compasión, el significado de la palabra amistad, la lealtad y la generosidad y,
sin duda, era el momento de corresponderle. Con su actitud me enseñó, que había
que ser fuerte ante las adversidades de la vida, pero sus ganas de luchar y
pelear se iban viendo mermadas con el paso de cada día. Es por eso que disfrute
de su compañía hasta el último halo de su respiración y fue así, durmiendo,
como cada noche, a su lado, y sujetando sus manos huesudas como abandono este
mundo en búsqueda de la paz eterna junto a su marido y su mamá María a la que
tanto nombraba con amor.
Aquel
uno de noviembre, festividad de todos los Santos, no preparamos las gachas ni
el chocolate habitual, sino el funeral más triste al que jamás me hubiese
gustado asistir. Rodeada de flores y de toda la gente que la quería (que era
mucha), la despedimos en la puerta de la iglesia de Santiago Apóstol en una
tarde fría, tanto como la de la primera vez que llegué a Begíjar sumido en una
gran tristeza, pero acompañada cómo fue su última voluntad de un pasodoble precioso
y alegre tanto como ella era “Suspiros de España”
Tanto
trabajar y tanto sufrir no debería de estar permitido, pero ella me enseño que
a pesar de los palos tan enormes que la vida da algunas veces vivir en paz y
feliz cada día era la meta a alcanzar bien solo o acompañado. Desde luego que
pasé los mejores años de mi infancia lleno de cariño y amor tanto por parte de ella
como de Don Miguel las dos piezas principales en mi crianza.
Quién
me iba a decir a mí que tras la desgracia que me azotó cuando mi vida recién
comenzaba iba a encontrar en Begíjar a tantas personas buenas y bondadosas, de
buen corazón, caritativas, generosas y dispuestas a hacer todo lo necesario
para convertir mi trágica existencia en un remanso de paz y seguridad. Siempre
me faltará vida para agradecer a todos los begijeños la acogida tan calurosa
que me proporcionaron.
Sigo
viviendo actualmente en la misma casa de siempre, acompañado por el recuerdo
que me dejó, pues nunca encontré a alguien que llenara su vacío de igual manera,
ya que pienso que hay ángeles que pasan solo una vez por nuestra vida. María,
su sobrina a la que considero una hermana, a veces me visita, o yo a ella. Y
mientras vemos la telenovela juntos acompañados de un café y algún dulcecillo
recordamos todos los buenos momentos que nos regaló.
El
espejo de madera de su suegra, el reloj de cuco de su papá Perico y las polkas
de oro que luce María me recuerdan que ella siempre vivirá entre nosotros y que
desde el cielo nos sonríe como siempre.
FIN
Para los que conocisteis
a Pepa no os será difícil averiguar el parentesco que nos une “Reflejos de un
viejo retrato” cuenta la historia de vida de mi querida tía a través de la voz
de Gonzalo un niño ficticio que la recuerda con lágrimas de emoción en los ojos
al igual que yo.
Nada es casual y esta
historia llega a mi cabeza en las fiestas del Cristo de la Vera Cruz del pasado
año cuando veo el cartel publicitario del bar de Palero donde se podía
contemplar la figura de espaldas de una mujer de pelo moreno que me recordó a
ella y al retrato que siempre presidia su casa, sin lugar a duda todo fueron
señales el cartel, la tasca de su sobrino, el retrato…
Decidí entonces a modo de
homenaje recordarla y compartir con todos vosotros algunos momentos de los
tantos que viví junto a ella.
En esta gala vestí de negro al igual que ella en aquella fotografía y lucí con orgullo las polkas que con tanto cariño me regaló mi estrella, la que brilla cada noche en el cielo para mi.
La plaza de la constitución de Begíjar su pueblo adoptivo se vistió
de gala para revivir a la gran mujer que fue.
"Su ausencia me duele, pero su recuerdo siempre me hará sonreír"
NOCHE DE GALA DEL IV CERTAMEN LITERARIO PATROCINIO BIEDMA BEGÍJAR 2025


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