sábado, 20 de septiembre de 2025

 

REFLEJOS DE UN VIEJO RETRATO

Seudónimo: Afrodita

Tras la ventanilla de aquel destartalado Seat 850 de color azul, algo desconchado por el tiempo, contemplaba pasar con rapidez el paisaje olivarero de la campiña, con los ojos fijos en un punto infinito, el corazón anudado y miles de lágrimas atoradas en los ojos. El absoluto silencio que nos acompañaba hizo recrear en mi mente escenas de todo lo acontecido en los meses anteriores como si de una película muda se tratase. Fue así, tras un corto viaje que me pareció eterno y sobresaltado por el sonido de un freno de mano chirriante, como pisé tierra firme en la villa de Begíjar de manera inesperada, una turbulenta tarde de octubre de hace ya sesenta años, a la edad de seis primaveras.

Las hojas se arremolinaban detrás del campanario de la iglesia de Santiago Apóstol, rebeldes, mientras la ventolera de la tarde despeinaba mi flequillo trasquilonado y profanaba mis pies a través de los agujeros de mis humildes zapatillas. La casa del párroco Don Miguel sería mi nuevo hogar tras quedar huérfano e ingresar por una temporada en el convento de monjas de Torreblascopedro, mi pueblo natal.

-Gonzalo aquí serás feliz hijo, yo me encargaré de ello, ya verás cuantos amigos haces, no estés triste- me decía cariñosamente, mientras frotaba enérgicamente sus cálidas manos alrededor de las mías para que entrasen en calor.

Comenzó ese día mi nueva vida, tras la triste perdida de mis jóvenes padres por azar del destino convirtiéndome en monaguillo de la parroquia de mi ahora pueblo adoptivo y fiel compañero y recadero de ese hombre de buen corazón que era nuestro querido sacerdote.

Era bastante madrugador y, por las mañanas antes de ir al colegio, siempre me encargaba de hacer la compra en la plaza de la Constitución donde el mercado bullía desde primera hora de la mañana con un vaivén incesante de mujeres haciendo acopio de verduras y demás provisiones para preparar el puchero. Al fondo, dos barecillos: el de Antonio o papá Nono (como cariñosamente lo llamaban los chiquillos), donde los hombres calentaban la maquinaria antes de la jornada en el campo con unas manzanillas bien calientes aliñadas con un chorrito de anís; al lado, la taberna de Paco que, aunque también contaba con depósito de manzanilla bautizada, solía tener menos bulla siempre a esas horas.

El mudo de la Chicona, como así lo conocían en el pueblo, era el primero en catar aquellas infusiones ardientes previamente consagradas con licor. Lo recuerdo siempre con el cinturón colgando de los pantalones y la camisa remetida por éstos, apoyado en la fría chapa de la barra mientras emitía esos sonidos tan raros de su garganta que me daban tanto miedo, pues en mi inmadurez no entendía que era lo que le pasaba a ciencia cierta. Era su manera de comunicarse. Siempre me inspiro mucho respeto y admiración la forma en la que se desenvolvía a pesar de su hándicap. ¡Era más listo que el hambre!

Doña Josefina, la maestra ya conocida por todos y que vivía en los alrededores de la plaza, era bastante madrugadora, al igual que yo, y siempre paseaba con su perrita Olga desde bien temprano. Esta también era bastante popular entre los hortelanos, quienes comenzaban la trifulca mañanera a pleno pulmón con la dueña al amanecer de Dios.

- ¡Señorita, cuide de su perra que se ha meado en los berzotes otra vez! - le recriminaba Juan el hortelano, cansado ya de guerrear todos los días con la misma cantinela. Pues las frutas siempre estaban en los cajones, pero la verdura se exponía al público extendida sobre sacos en el suelo. La respuesta siempre era la misma.

- Mi perrita es hembra y las hembras no alzan la pata, señor Juan. Los berzotes estarán mojados del rocío de la mañana- contestaba molesta, mientras se alejaba caminando pizpireta con Olga, que más que un can, parecía un mulo por su tamaño.

Sin duda la reina de la plaza era Pepa, la mujer de Paco el de la taberna, como todos la conocían en Begíjar, de piel clara y pelo negro como el azabache largo y vaporoso que lucía al viento con porte señorial y un encanto desbordante. Desde horas bien tempranas, cuando apenas comenzaba la jornada, ésta se ataviaba con su delantal de cuadros rojos y negros que dejaba entrever, tras sus ataduras, la exuberancia de sus pechos firmes y vigorosos, a pesar de tener ya unos cuarenta años aproximadamente.

- ¡Buenos días, espejo! - era su cálido saludo diario después de estamparme dos besos apretados en mis tibias mejillas y regalarme una armoniosa carcajada. Cómo olvidar la melodía de su sonrisa, si aún retumba en mi cabeza y me vuelve a hacer deleitarme en aquellos momentos de antaño.

- Hoy te espero al medio día. Voy a preparar manitas con morcilla de las que tanto te gustan y ya sabes que siempre te guardo una ración para que las pruebes, mi niño. Come, que estás muy flaco - apostillaba siempre de manera cariñosa.

Aquellas manitas cocinadas con amor eran un manjar para las papilas gustativas de quien tuvo el placer de deleitarse de su extraordinario sabor, así como las innumerables tapas que preparaba de cara a la ligada de la tarde noche: criadillas, riñones fritos con ajos, asaduras con tomate o caracoles en temporada (eran su especialidad y era entonces cuando la taberna del tío Paco se convertía en el lugar ideal de alterne entre todas las gentes del pueblo). Era aquel barecillo de pueblo de la esquina de la plaza el más concurrido los fines de semana, cuando las parejas de novios y también algunas más mayores tomaban sus quintos de Alcázar y llenaban sus barrigas los sábados antes de ir a bailar algunas lentas a la discoteca Viola, situada en la calle Colón. Era por eso que, en estos días, la tía, como así le gustaba que la llamase, solía estar bastante atareada y me contrataba como chico de los mandados ya que mis agiles y jóvenes piernas me proporcionaban gran velocidad.

- Gonzalo ve a la panadería de Juan Fatigas y dile que te de tres panes de los de ayer. Hoy está lloviendo y vamos a preparar migas, y toma esta peseta. Es para ti, por servicial. ¡Qué haría yo sin mi niño de ojos verdes! ¡Ains que mofletes más bonitos señor! - me pellizcaba tan fuerte que casi me hacía daño, pero a mí me encantaba.

La panadería se situaba en la calle Francisco López, en una casa pequeña con un portón grande pintada ésta de cal blanca, que vendía en la calle Esparteros una señora de pelo canoso pequeñita y menuda llamada Bastiana, a la que siempre me cruzaba en el camino barriendo la puerta.

- ¡Buenos días, señor Juan! - saludaba al panadero quitándome la boina que resguardaba mi cabeza del frío en señal de reverencia.

- ¡Buenos días, Gonzalillo! Toma los panes de Pepa y para ti una magdalena recién hecha. Espera que se enfríe que te va a sentar mal - me advertía. Lo recuerdo siempre arremangado, con las manos en la masa, y a su señora Sebastiana rellenando las magdalenas de limón más ricas de todo el pueblo.

- ¡Gracias! ¡Qué pase buen día, señor Juan! - contestaba al despedirme mientras salía de la panadería embriagado del olor a pan recién hecho que tanto me gustaba y del calor que desprendía el horno de leña que el panadero atizaba incansablemente.

Enfrente de la panadería, los Perreros montaban su carrillo de la felicidad como yo lo llamaba, lleno de caramelos y piruletas de muchos colores. El carrillo verde y amarillo repleto de cristales hacía las delicias de todos los pequeños de Begíjar, sobre todo cuando los domingos lo engalanaban para transportarlo al paseo Doctor Revuelta donde el matrimonio era recibido con alegría por una exultante chiquillería. Trompetas brillantes, tambores y aquellos muñecos de tres pesetas que tanto me gustaba coleccionar eran algunos de los bienes tan codiciados que colgaban de este. En mi caso, tendría que seguir ahorrando durante la semana con la propina de los recados y esperar al ansiado domingo para poder tener uno más en mi poder.

- ¡Buenos días, perrera! - saludaba jubiloso a Catalina, pues este era su nombre de pila, y Antonio Navarrete, el de su esposo, un superviviente de guerra que quedo con un brazo dislocado tras ser alcanzado por la metralla un tiempo atrás. A veces me contaba la historia. Yo me quedaba embelesado escuchando su batallita mientras observaba los hoyos que lucía con orgullo en su piel.

- ¡Pero mira quien anda por aquí! ¡Tú no paras, zagal! Llévate unos caramelos de fresa, anda, pero guárdalos para esta tarde, vayamos que no comas al medio día por mi culpa. - Catalina tenía la mano más larga y la confianza hacía que siempre se despidiese de mí con un azotazo cariñoso en el culote.

- ¡Pasa y que te los dé Navarrete! - era la frase que siempre utilizaba cuando la pillábamos ocupada y era así como los niños familiarmente lo conocíamos. Mientras ella seguía con sus labores entonando entre dientes la canción “Cuando salí de Cuba”

Y camino adelante, tras atravesar la calle Esparteros y finalizar la calle del Agua, avistaba de nuevo la plaza donde Pepa me esperaba en su cocina rodeada de cacerolas y cucharones para desmigar el pan de las sabrosas migas que nos comeríamos ese día.

Después del duro fin de semana llegaba el esperado día de descanso donde la taberna echaba el cerrojo por veinticuatro horas de recesión. Y ese era el día que más me gustaba. Solía irme a casa de Pepa por la tarde y, mientras su esposo dormía la siesta reglamentaria en riguroso silencio, nosotros preparábamos pestiños de anís para el café. Yo le ayudaba con la ilusión de comerme unos cuantos acompañados de las gachas de Cola Cao de los lunes, mientras la tía rescoldaba el brasero y recibía a alguna vecina para compartir la sobremesa.

Tras terminar el duro y frío invierno entre migas y andrajos o gachas tortas como ella los llamaba, el sol volvía a brillar con más intensidad sobre el pueblo. Los cohetes anunciaban las próximas fiestas de la Virgen de la Cabeza en el barrio de las Cuevas mientras yo me encargaba de preparar todo lo relacionado con la liturgia y el arreglo floral del trono en la calle Mesones junto a los fieles devotos de nuestra señora. Pepa también colaboraba en lo que podía siempre, pues el tiempo libre con el que contaba jugaba en su contra incesantemente. Aún me parece verla asomada al filo de la plaza con el mandil enrollado en los brazos, cuando trasladábamos a la Virgen desde su ermita hasta la iglesia, el último sábado de abril. El domingo era el día grande y en la procesión ella siempre nos acompañaba vestida de negro con una vela blanca entre sus manos, sus labios carnosos color carmín y las polkas de oro que colgaban de sus orejas. La convertían sin duda en el blanco perfecto de las miradas de todos los vecinos. Ese día cambiaba el olor a fritanga habitual por el suave aroma de su perfume de jazmín.

La banda de música acompañaba a la morenita por las calles de nuestro pueblo al compás del baile de su pequeño trono portado por hombres y mujeres de todas las edades, culminando esta entre aplausos a los pies de la calle Mesones al caer la tarde. Después de ayudar a Don Miguel a recoger todos los artilugios que se ponían en marcha para este día tan importante, tocaba disfrutar de la verbena, aunque no todos podían hacerlo de igual forma. Ella se retiraba pronto a ayudar a su marido en el bar que dejaba descuidado solo por ese rato, no sin antes comprarme de algún puesto el mejor algodón dulce o un trozo de turrón de almendras.

- Que la Virgen te guarde siempre, mi niño bonito - me repetía con fervor mientras acariciaba mi rostro con algo de tristeza en la mirada. Lo deducía por el brillo de sus ojos que se tornaban vidriosos como si en algún momento las lágrimas fuesen a hacer aparición en ellos.

Yo era pequeño y no entendía el porqué de su tristeza, pero imaginaba que era porque no se podía quedar a disfrutar de los pasodobles que tanto le gustaban, pues siempre se la pasaba cantando “Francisco Alegre” a viva voz. Más tarde entendí ese congojo.

El tío Paco enfermó al poco tiempo. Nunca supe del mal que se aquejaba, solo lo recuerdo sudando mientras su esposa paciente y cariñosa retorcía una toalla empapada en agua fría que impregnaba por su frente. Al parecer algo grave estaba pasando porque las visitas del doctor y de Don Miguel eran cada vez más frecuentes. Fue entonces cuando este me propuso que me fuese a dormir con ella por si tenía que ayudarla en algo. Contaba yo con la edad de diez años.

- ¡Pepa, dile a esas mujeres vestidas de negro que dejen ya de rezar el rosario que todavía no me voy a morir, que tengo que dar mucha guerra! – gritaba Paco mientras señalaba al hueco oscuro de la escalera en su delirio transitorio.

Y así, cada noche, dormía al regazo de su pecho dolorido por la pena aliviando su malestar hecho un ovillo entre sus brazos. No quería verla sufrir, pero, aunque suene egoísta, esa conexión que siempre tuvimos se afianzo más aún si cabe para mi beneficio con la devastadora enfermedad de Paco.

No tardo Pepa en quedarse viuda y sin nadie en el mundo. Tan solo un hermano y su sobrina que venían a visitarla ahora más a menudo. La taberna de Paco cerró sus puertas definitivamente mientras mi querida tía vivió una época escondida en las sombras que la acompañaban. En esos momentos es cuando estuve más cerca de ella que nunca, brindándole mi apoyo en todo momento y recibiendo a cambio ese cariño incondicional que me ofrecía como el mayor de los tesoros.

Pepa decidió entonces adoptarme como a ese hijo que nunca concibió y, tanto Don Miguel como yo, estuvimos encantados con la noticia. Tardó ésta en volver a reflejar en su rostro la mueca de esa sonrisa dulce y soñadora, pero todo requiere de su tiempo, pues quiso mucho a su marido aunque fuesen pocos los años que disfrutaron del matrimonio.

Las puertas de la casa de mi ahora madre siempre estaban abiertas de par en par para recibir a cualquier vecina o chiquillo a la hora del café acompañado siempre de unos exquisitos papajotes o unas torrijas bien emborrachadas de leche. La recuerdo dando buenos consejos a María Dolores, quien siempre andaba quejándose del carácter de su marido o de la pila de ropa que le tocaba lavar tanto de este como de sus dos hijos varones después del jornal de aceituna a destajo.

Sobrevivíamos de su pensión de viudez que no era gran cosa, pero nosotros éramos tan felices con estar uno con el otro que apretarnos en algunas ocasiones la boca un poco. No suponía un gran esfuerzo y era en esos momentos en los que nos teníamos que ceñir, cuando todas las personas a las que ella ayudaba incondicionalmente nos devolvían el favor a modo de cadena solidaria.

- Toma, Pepa, un kilo de harina para que le hagas gachas al chiquillo - le decía Ana la del horno de al lado del Cristo.

- Ana. llévate unas pocas espinacas que me ha traído esta mañana Juan, el hortelano, y se las preparas a tus hijos, que eso dicen que da mucha energía - le contestaba ofreciéndole generosamente lo poco que tenía en señal de agradecimiento.

Dar sin esperar nada a cambio y el compartir todo lo que tenía con los demás eran algunas de las virtudes más acentuadas que poseía, ya que ese gran corazón era tan exageradamente enorme que siempre había sitio para todo el mundo.

Sin lugar a dudas, el mejor momento del día era cuando me acostaba a su lado y sentía el calor de esa madraza en la que se había convertido o cuando me contaba esas historias tan bonitas donde ella soñaba con ser la princesa de un castillo encantado rescatada en un caballo blanco por un apuesto príncipe. Tenía mucha imaginación.

Y así pasaron los años y, en cuanto me hice un poco mayor, me coloqué a dar el jornal con la cuadrilla de los hijos de la vecina para ayudar en todo lo necesario en casa, no sin descuidar en mis ratos libres los quehaceres de la parroquia a la que me sentía muy ligado.

Pero al igual que los años pasaron para mí, también pasaban para ella inevitablemente. Poco quedaba ya de la mujerona preciosa que lucía a la entrada de su casa en un retrato tamaño poster recubierto por un marco retorneado de color dorado.

Sus manos deformadas por las artrosis ya no le permitían realizar sus tareas diarias cómodamente. Era por eso que ahora era yo quien preparaba las ricas recetas para ella, eso sí, con sus ingredientes secretos, pues yo era conocedor de todos, así que los fines de semana o las temporadas que no había mucho trabajo en el campo trabajaba en el bar de “El Arriero”, en el paseo, donde me desenvolvía a la perfección con el arte culinario.

Los días que mi jornada laboral se alargaba más de la cuenta. Su sobrina María, que era más o menos de mi edad y que vivía en la calle del Altozano, la acompañaba hasta mi vuelta leyéndole las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban pacientemente.

Algunas tardes me sorprendía con algún dibujo realizado a lápiz con trazos gordos, la iglesia, la fuente de “El Ejido”, la Cruz de Piedra, etc. Pero sin duda, ese retrato de la Virgen de la Cabeza con su niño en brazos era para mí el más valioso, pues representaba a una madre con su hijo tal cual lo que éramos ella y yo, incluso si miraba detalladamente la cara del niño le podía encontrar cierto parecido conmigo. Lo conservo enmarcado encima de mi mesita de noche como uno de los más preciados regalos que me hizo en vida, pues es en ese dibujo sencillo donde estampó el amor que me siempre me tuvo y la fe de que la virgen siempre nos ayudaría a los dos en nuestro caminar.

Otro invierno comenzaba en la calle Patrocinio de Biedma, que es donde vivíamos, aunque este sería bastante diferente. Mi querida tía había sido diagnosticada unos meses antes de una de las enfermedades más terribles que existen y la radioterapia empezaba a hacer efecto en su ya cansado cuerpo. Conforme pasaban los días, la enérgica Pepa que yo conocí se iba consumiendo despacito como una vela. Decidí entonces aparcar un poco todo lo relacionado con la vida cotidiana para dedicarme a lo que en este momento era realmente importante para mí, su bienestar.

Ella me inculco el amar incondicionalmente, el dar sin esperar recibir, la compasión, el significado de la palabra amistad, la lealtad y la generosidad y, sin duda, era el momento de corresponderle. Con su actitud me enseñó, que había que ser fuerte ante las adversidades de la vida, pero sus ganas de luchar y pelear se iban viendo mermadas con el paso de cada día. Es por eso que disfrute de su compañía hasta el último halo de su respiración y fue así, durmiendo, como cada noche, a su lado, y sujetando sus manos huesudas como abandono este mundo en búsqueda de la paz eterna junto a su marido y su mamá María a la que tanto nombraba con amor.

Aquel uno de noviembre, festividad de todos los Santos, no preparamos las gachas ni el chocolate habitual, sino el funeral más triste al que jamás me hubiese gustado asistir. Rodeada de flores y de toda la gente que la quería (que era mucha), la despedimos en la puerta de la iglesia de Santiago Apóstol en una tarde fría, tanto como la de la primera vez que llegué a Begíjar sumido en una gran tristeza, pero acompañada cómo fue su última voluntad de un pasodoble precioso y alegre tanto como ella era “Suspiros de España”

Tanto trabajar y tanto sufrir no debería de estar permitido, pero ella me enseño que a pesar de los palos tan enormes que la vida da algunas veces vivir en paz y feliz cada día era la meta a alcanzar bien solo o acompañado. Desde luego que pasé los mejores años de mi infancia lleno de cariño y amor tanto por parte de ella como de Don Miguel las dos piezas principales en mi crianza.

Quién me iba a decir a mí que tras la desgracia que me azotó cuando mi vida recién comenzaba iba a encontrar en Begíjar a tantas personas buenas y bondadosas, de buen corazón, caritativas, generosas y dispuestas a hacer todo lo necesario para convertir mi trágica existencia en un remanso de paz y seguridad. Siempre me faltará vida para agradecer a todos los begijeños la acogida tan calurosa que me proporcionaron.

Sigo viviendo actualmente en la misma casa de siempre, acompañado por el recuerdo que me dejó, pues nunca encontré a alguien que llenara su vacío de igual manera, ya que pienso que hay ángeles que pasan solo una vez por nuestra vida. María, su sobrina a la que considero una hermana, a veces me visita, o yo a ella. Y mientras vemos la telenovela juntos acompañados de un café y algún dulcecillo recordamos todos los buenos momentos que nos regaló.

El espejo de madera de su suegra, el reloj de cuco de su papá Perico y las polkas de oro que luce María me recuerdan que ella siempre vivirá entre nosotros y que desde el cielo nos sonríe como siempre.

FIN




Para los que conocisteis a Pepa no os será difícil averiguar el parentesco que nos une “Reflejos de un viejo retrato” cuenta la historia de vida de mi querida tía a través de la voz de Gonzalo un niño ficticio que la recuerda con lágrimas de emoción en los ojos al igual que yo.

Nada es casual y esta historia llega a mi cabeza en las fiestas del Cristo de la Vera Cruz del pasado año cuando veo el cartel publicitario del bar de Palero donde se podía contemplar la figura de espaldas de una mujer de pelo moreno que me recordó a ella y al retrato que siempre presidia su casa, sin lugar a duda todo fueron señales el cartel, la tasca de su sobrino, el retrato…



Decidí entonces a modo de homenaje recordarla y compartir con todos vosotros algunos momentos de los tantos que viví junto a ella.

En esta gala vestí de negro al igual que ella en aquella fotografía y lucí con orgullo las polkas que con tanto cariño me regaló mi estrella, la que brilla cada noche en el cielo para mi.




La plaza de la constitución de Begíjar su pueblo adoptivo se vistió de gala para revivir a la gran mujer que fue.




"Su ausencia me duele, pero su recuerdo siempre me hará sonreír"





 NOCHE DE GALA DEL IV CERTAMEN LITERARIO PATROCINIO BIEDMA BEGÍJAR 2025













Soffia la Notte

En memoria de Pepa y de todas las personas presentes en este relato que faltan en nuestras vidas. Para esos ángeles que nos cuidan.









jueves, 14 de agosto de 2025

EL AMOR QUE ME TENÍA

Seudónimo: Caléndula

Mientras deambulo por el camino al que yo llamo “el de mis pensamientos”, una vez más, el ocaso convierte la atardecida en un maravilloso cuadro abstracto salpicando el firmamento de numerosas tonalidades rojizas que se entrelazan entre las copas de los cipreses. Da lugar a un prodigioso espectáculo digno del paraíso, aunque en este tiempo, más bien me recuerde a ese infierno en que me sumerjo. Mi cuerpo pesaroso y cansado se deja caer sobre el tronco de un árbol centenario decapitado por el cruel ataque de una mano humana, por algún motivo que desconozco, y es cuando observo las grietas que adornan su interior, haciendo círculos perfectos grabados a fuego en lo más profundo de su ser.

Al mismo tiempo que mi mirada se fija en esas hendiduras, analizo cuan profundas son las que se encuentran en mi corazón desde que decidiste que lo mejor para nosotros era tomar caminos diferentes, sin pararte siquiera a pensar en el impacto que esa determinación provocaría en mí ya difícil transitar.

Muchas veces me pregunté: ¿en que falle contigo? En si no fue suficiente cuidarte, mimarte o preparar cada detalle con la ilusión de la primera vez. Me niego a aceptar que eres ese monstruo del que todos hablan, pues mi cuerpo aún se estremece recordando aquellos abrazos que se convertían en el lugar más reconfortante del mundo. Un tirano como tú sería incapaz de hacerme sentir la persona más especial del universo. Nunca creí en la dureza de tu corazón, quizá sea una de las pocas personas a la que se lo mostraste realmente. Jamás te enseñaron como amar. No te culpo por ello, es por eso que no supiste que hacer con todo el cariño que desinteresadamente te ofrecí, y fue cuando el miedo a tener algún tipo de sentimiento te obnubiló por completo, dejándome morir lentamente a la vez que en mi vida se desataba un auténtico tsunami que arrasaría todo a su paso.

Hoy el aire se vuelve denso. La noche se cierne sobre mí con la oscuridad de su manto estrellado y sigo aquí paralizada, intentando encontrar la manera de soltarte sin que ello destruya lo poco que queda de mí. Aún no sé por dónde empezar.

Desde pequeña me enseñaron a amar, a ser entregada, comprensiva y compasiva con los demás, pero jamás me prepararon para no recibir a cambio un poco del cariño del que yo repartía a raudales, dejando para mí las migajas de lo que los demás me quisieran o me supieran ofrecer.

Siempre fuiste el más valioso de los tesoros cariño mío, pequeña de ojos tristes. ¿Cómo hago para aprender a quererte a ti? Hoy quiero pedirte perdón por no atender a tus incesantes llamadas de socorro cuando me apretabas el pecho, tan fuertemente que el respirar se convertía en apnea o cuando no me dejabas dormir por las noches intentado hacerme entender por qué tú y yo siendo una misma, no nos procesábamos el mutuo amor que nos debíamos.

¡Prometo quererte vida mía! Tanto que los días tristes desaparezcan de nuestra vida y el vivir se convierta en un lugar cómodo donde encontrar la ansiada felicidad, donde los atardeceres no se tornen tan tristes como el de esta tarde y el camino de cipreses se transforme en un hermoso jardín con flores de mil colores que perfumen cada rincón de nuestra alma.

En esta triste tarde infinita en la que no sé muy bien qué hacer con todo el amor que cargo en mi alma, quiero que sepas, que pase lo que pase, siempre abrazaré tu esencia como mi más importante prioridad, ya que entendí que eres esa parte de mí que nunca me abandonará.

A ti te deseo la mayor felicidad del mundo. Ojalá encuentres a alguien mucho mejor que yo a la que sepas amar y entregar la bondad que ese gran corazón esconde tras tu coraza. Sólo espero que te quiera al menos la décima parte de lo que yo lo hice. Es difícil, pero no imposible.

Hoy rompo el juramento que una cálida noche de mayo te susurré al oído con la firme convicción de que jamás lo desobedecería. Hoy me voy, aunque no sepa bien cómo hacerlo. Me marcho a pesar de lo que te amo, porque hoy, por fin, decidí quererme por encima de todo.


RELATO PARTICIPANTE EN EL XXX CERTAMEN CARTAS DE AMOR CIUDAD DE BAILEN

FEBRERO 2025



ADIOS GUSTAVO CERATI 







RRE


RE

martes, 5 de noviembre de 2024

 

BAILE DE MARIPOSAS

 

Recuerdo de él pequeños detalles que se entrelazan en mi mente a modo de sueños encadenados, el color de su pelo azafranado al igual que el mío, la mueca de su sonrisa, sus manos entrelazando el esparto cuidadosamente en la puerta de casa mientras el sol de la siesta ruborizaba su rostro o la melodía de su laúd llenando todo el espacio vacío que dejo aquella tarde cuando partió.

Siempre tuve la esperanza de verlo aparecer de nuevo por la puerta para volver a lanzarme a sus brazos mientras me pellizcaba cariñosamente los mofletes o de acurrucarme en su regazo al lado de la hoguera en tanto se calentaba la pegajosa liria y me mecía en sus piernas incesantemente. Desgraciadamente dejé de creer en los milagros cuando fui cumpliendo años, asumiendo esa pérdida tan dolorosa que con apenas ocho años nunca llegué a comprender.

Después de más de cincuenta años cuando bajé del coche y pude contemplar el enorme portón de aquel camposanto medio abandonado, un escalofrío me recorrió de punta a punta. La majestuosidad de su entrada pintada de cal blanca, la capilla a mano derecha y los pasillos repletos de tumbas destrozadas y raídas por el paso de los años provocaron en mi imaginación estar viviendo un inminente dejà vu. Agarrada al brazo de mi hija me detuve a la vez que mi corazón palpitaba a mil por hora. Solo alcance a balbucear un tímido “yo he estado aquí antes con mamá”

El cementerio de San Eufrasio arrojaba una estampa desoladora de lo que es la muerte y el paso de las generaciones tras de ella, algunas lápidas lucían un ramillete de margaritas amarillas como el que compré a la señora que vendía afanadamente en la entrada, pero eran minoría frente al abandono en el que todo a mi alrededor se encontraba.

Caminábamos despacio entre escombros y suelos completamente destruidos hasta llegar al montículo de fosas comunes donde supuestamente se encontraba el número 122 con la certeza de que la investigación de mi hija realizada meses antes, concluía en aquel lugar y ese día uno de noviembre. Como si de un jardín del horror se tratase comencé a divisar las placas oxidadas por el tiempo, algunas caídas, otras rotas, pero con un orden más o menos correlativo.

-Mamá no está su número, mamá no puede ser…- es lo que mi hija repetía una y otra vez.

Las lágrimas del que busca con fe empezaban a hacer aparición en su rostro sonrojado por el duro sol que nos castigaba aquel caluroso día, mientras mi mente recordaba ahora sí claramente, los paseos junto a mamá por aquel lugar y el ramillete de margaritas que le traíamos a mi padre hace ya muchos años cada uno de noviembre.

-Ha sido imposible encontrar el número del abuelo mamá, pero sé que es aquí- me dijo firmemente, mientras su mirada se perdía en el horizonte de aquella montaña de basura.

Dos mariposas blancas revoloteaban a nuestro alrededor mientras clavábamos la cruz de forja que contenía su nombre y apellidos y volvíamos a depositar el humilde ramillete a sus pies cumpliendo con la fiel costumbre que mi madre realizaba cada año en sigilo y a la que yo había asistido alguna que otra vez de muy pequeña. Su dolor le hizo decidir llevarse el secreto de su paradero y de aquel ritual a la tumba, jamás hablo de ello.

Gracias a ese vago recuerdo que conserve en mi mente de niña de que él estaba en Jaén y a mi hija es que volvimos a aquel lugar donde dos mariposas blancas nos esperaban desde siempre, a veces cuando estoy triste vuelven a mí con su revoloteo incesante como compañeras inseparables de los lazos que nos unieron en esta vida terrenal para recordarme que nunca me abandonan.

Siempre he escuchado la frase que muchos repiten para su consuelo “mientras esté vivo en nuestro recuerdo seguirá vivo en nuestros corazones” pero ¿y cuando no haya nadie que nos recuerde? Es por eso la importancia de hablarle a nuestros hijos de sus familiares fallecidos y de nuestras costumbres. Ellos siempre serán esa luz que encendemos cada año en el día de todos los santos y la que iluminará y guiará nuestro camino.

Por muchos años que pasen siempre resonara un triste laúd en mi corazón hasta que algún día vuele junto a vosotros como mariposa en ese baile eterno e incesante.


Para mis abuelos María y Antonio aquellas dos mariposas blancas que me acompañan.


Cementerio de San Eufrasio (Jaén)



sábado, 21 de septiembre de 2024

 EL SECRETO DE LA NOGUERA

Seudónimo: Strelitzia

El enardecido mes de julio llegaba al ecuador de su vida anunciándonos las próximas fiestas de Santiago Apóstol en Begíjar. Mis amigas y yo preparábamos ilusionadas los vestidos que estrenaríamos el día de la víspera y con los que bailaríamos en la verbena hasta que los pies aguantasen (música, huateque y farolillos nos acompañarían en las venideras noches de las fiestas dedicadas al patrón de nuestra querida parroquia).

Los forasteros, como así los llamábamos en el pueblo, comenzaban a llegar desde todos los lugares de la geografía nacional, ya que la emigración en décadas anteriores había dado lugar a que muchos begijeños buscaran nuevos rumbos para sus vidas (trabajo y una estabilidad económica eran las principales causas de estos desplazamientos). En vacaciones la gran mayoría volvían al que era su hogar natal para poder visitar a sus familiares y así disfrutar y compartir con primos, abuelos y tíos de la festividad de Santiago.

Corrían los años setenta cuando cumplí los dieciocho en un hogar donde todos o casi todos teníamos las ideas muy claras de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Papá nunca fue una persona permisiva conmigo por ser mujer, al contrario que con mis hermanos varones, en lo que a entradas y salidas respecta, pero mi reciente mayoría de edad me otorgaba seguridad y confianza en mí misma. Quizá en los reiterados intentos de sobrevivir entre hombres tejí esta personalidad. Trabajaba duro en casa y en la huerta familiar de la que nos sustentábamos para intentar suavizar ese carácter añejo de mi progenitor y conseguir un poco más de libertad, eso sí, después de cumplir con todas mis tareas reglamentarias.

Todas las mañanas bien temprano tomaba el camino con la fresca hacía La Bullidera antes de que el calor del verano que atacaba despiadado a ciertas horas de la mañana hiciera su aparición. En este lugar se situaba la huerta que labrábamos y cultivábamos con esmero tanto mi padre como mis hermanos y yo. Cargada con el almuerzo de los hombres de la casa y con un paso tras otro subía contenta hasta aquel lugar maravilloso para mí cada día del año sin excepción.

El nombre del paraje se debe a que por él corría un arroyo de agua fresca que bullía incesante proporcionándole un frescor envidiado hasta por los mismísimos dioses. El agua pura vida que brotaba incesante lo convertía en un lugar fértil y fresquito, sobre todo en los meses estivales. Una casita de piedra donde papá guardaba todos los aperos necesarios para labrar la tierra rodeada de árboles frutales y una noguera centenaria nos deleitaba con su sombra convirtiéndose en el lugar perfecto para tomar una merecida siesta después de un duro día de trabajo. Al lado de ésta, una pequeña alberca donde las ranas amenizaban las noches con su banda sonora. La utilizábamos para recoger el agua del arroyo en los meses de invierno y asegurarnos el sustento del preciado líquido durante todo el año. En definitiva, un auténtico paraíso terrenal en el corazón del olivar jienense.

Aquella siesta mientras recogía los pimientos y calabacines escuché a mi hermano Eduardo decirle a papá que unos amigos suyos vendrían a darse un chapuzón en la alberca y pasar la tarde, pues en verano también la utilizábamos para refrescarnos ya que no existían lo que ahora se conoce como piscinas. La alberca era la opción perfecta. Eduardo tenía tres años menos que yo, pero era un lince para los negocios.

- Papá, después del baño te ayudaremos con los tomates entre todos. El que ayuda nunca estorba- le decía de manera pícara, mientras se apuraba en terminar su tarea para poder disfrutar del ansiado baño junto a sus amigotes.

- A ver si me vais a destrozar el huerto niños- refunfuñaba mi padre entre dientes, no muy convencido de las ideas de mi hermano.

- Yo les echaré un ojo a estos cafres, papá. Te puedes ir tranquilo a descansar- le arremetía mi hermano mayor, Serafín, quien compartía nombre con nuestro progenitor.

- ¡Y tú, Adela, encárgate de los muchachos, que no vayan a liar aquí un desbarajuste, y vamos, que no te cunde!- me rechistaba de malas pulgas.

Él era así de dictador con todos, pero en especial con mamá y conmigo por ser las mujeres de la casa. Lo quise mucho, pero a veces también lo odié con la misma intensidad.

Papá caminaba pesaroso cuesta abajo dejándonos como responsables del negocio familiar cada tarde al caer el sol, mientras mamá lo esperaba en casa con la cena preparada y el chato de vino fresquito sobre la mesa de madera del salón. Así debía de ser, porque si no lo era, este sacaba a relucir su peor versión y os aseguro que no era nada agradable escucharlo gritar a mi madre sin poder hacer nada al respecto.

-¡Buenas tardes tenga usted señor Serafín!- escuché unas voces a lo lejos, mientras mi padre terminaba de poner los puntos sobre las íes a los amigos de mi hermano para que quedase bien claro quien mandaba en aquel sitio.

Los vi aparecer uno a uno por el camino, los de siempre: Antonio, Miguel, Cayetano y Manolo, que era el que habitualmente traía a cuestas la cantimplora refrigerada y llena de paloma para cuando la cosa se ponía a punto (la paloma era una mezcla de anís con agua que preparábamos los jóvenes para acompañar las fiestas). El transistor no podía faltar tampoco en este tipo de huateques pues siempre nos animaba con alguna canción de los Fórmula V.

Mi sorpresa fue cuando al levantar la mirada pude comprobar que otro grupo de chicas que no conocía también se acercaba hacía nosotros (en total unas doce personas). Se iba a liar parda, lo veía venir, y yo para esto era buena visionaria pues me conocía como se las gastaba papá y todo acto que no le cuadrara tendría sus represarías.

- ¡Ade, venacapacá y deja eso que el comandante ya tiene que estar casi llegando a Begíjar!- me gritaba Eduardo eufórico, haciendo esos sonidos típicos que me molestaban tanto, como si estuviese llamando a una bestia.

Solté el cesto con las verduras que había recogido y corrí a la incitante llamada del diablo de mi hermano, porque para mí lo era por ese punto de locura que lo caracterizaba. Siempre admiré su rebeldía pues era el que más quehacer le daba a mi padre, aunque siempre se las ingeniaba para camelárselo.

- Mira, estos son los primos de Tomás, nietos de María La Coneja: María, Toñi, Alicia y Santiago, que han venido de Barcelona. Deja los calabacines que ya los cogeremos ahora después entre todos y ven a probar la paloma. ¡Sácala ya Manolo!- yo me quedé boquiabierta ya que no había visto nunca a Eduardo en esa tesitura y la verdad me daba un poco de miedo, pero accedí, pues estaba ya cansada de lidiar con la verdura y el mal humor de mi padre aquel día.

Serafín prendió el transistor y, tras tomarnos unos chupitos de paloma semicongelada, todos los chicos fueron entrando a la alberca de la forma más bruta y salvaje que yo había visto jamás. ¡Unos energúmenos totales! Aunque no me extrañaba para nada, pues conocía bien a los amigos de Edu. Las chicas, más cautas, fueron entrando poco a poco como si les tuviesen miedo a las bestias.

- ¿No te bañas?- me dijo una voz algo ronca que hizo estremecer mi cuerpo escuchimizado.

- No traigo bañador- es lo que alcancé a responder titubeando, pues ese escalofrío que me hizo temblar aún recorría mi cuerpo de punta a punta.

- Yo tampoco, pero sin bañador el baño es más placentero- me respondió descarado, lanzándome una sonrisa maliciosa desde los ojos negros más bonitos que había contemplado en mi vida.

- ¡Qué dices, idiota!- contesté haciéndome la enfadada por la proposición, aunque en realidad hubiese pagado por ver caer ese pantalón al suelo.

- ¡Al agua señorita!- gritó mientras me cogía por las piernas y me lanzaba a la alberca como si fuese un saco de patatas.

La tarde transcurrió entre risas, bailes y muchos chupitos de paloma sin olvidar la recolección de tomates dirigida por Serafín, quién se encargó de que cada uno cumpliese con el deber estipulado en el contrato verbal de nuestro hermano con padre.

“Quiero verte a solas. Escápate mañana noche de casa. Nos vemos bajo la noguera de La Bullidera.”

Eran las palabras escritas que Tiago (como así lo llamaban todos) metió en el bolsillo de mi delantal, antes de la despedida, aquella noche.

El cielo raso salpicado por millones de estrellas y la brisa de la anochecida mecía mi melena rubia al viento desaforadamente mientras cautelosa saltaba el bardal que separaba la cárcel en la que se había convertido mi casa de la libertad que tanto necesitaba. Os preguntaréis si sentí miedo. Sí, mucho, pero no me detuvo.

Bajo la noguera y hecha un manojo de nervios esperé impaciente a aquel chico moreno de unos diecisiete años que me empujó con su sonrisa encantadora a cometer la locura más descabellada jamás imaginada. El vestido blanco de lunares de colores apenas alcanzaba a tapar mis rodillas, frágiles y temblorosas, mientras mi cabello ensortijado mecido por el viento caía de manera sensual por uno de mis hombros descubiertos. Alguien tapó mis ojos un momento. Me volví a estremecer al sentir el contacto de sus rudas manos sobre mi rostro encendido.

Tiago vestía bermudas negras y camiseta color rojo fuego, tan abrasador como el calor que yo sentía cuando su proximidad me embriagaba del dulce aroma de su cuerpo. Acarició mi barbilla suavemente mientras clavaba sus ojos negros en el azul de los míos envenenándolos de pasión. Apartó el pelo de mi cara sonrojada mientras deslizaba los dedos por mi espalda sin prisa y, sin celeridad, pude sentir el tibio calor de sus labios carnosos sobre los míos. La primera vez que me besaron. Jamás olvidaré todo lo que sucedió aquella noche en la que nos convertimos en uno, él y yo junto a la noguera que fue testigo directo y silencioso de aquel increíble momento.

Pasaron las fiestas de Santiago y todos nos juntábamos en pandilla: mis amigas, los amigos de mi hermano y los nietos de La Coneja. Entre ellos, él, y cada noche la noguera de La Bullidera era testigo de un amor fugaz y pasional de dos chiquillos descubriendo sus sentimientos, su cuerpo y el pecado de hacer lo políticamente incorrecto. Eso era lo que le daba la chispa más disparatada, eso era lo que más disfrutaba, el hacer lo que quería, el ser yo sin tantos prejuicios, horarios y regañinas. Cuando estaba con Tiago era yo y no solo me entregaba en cuerpo a él, sino en alma y corazón dejando todo mi ser al descubierto.

No llegó el final del verano como en la canción de Verano Azul, pero sí terminaba julio sin poder echar marcha atrás en el calendario y con ese final inevitable yo sabía que Tiago y sus hermanas volverían a Barcelona. Es por eso que vivíamos intensamente cada momento que la oscuridad de la noche nos regalaba una vez más, allí en aquel nuestro paraíso particular.

Nunca se me olvidará aquella mañana de septiembre cuando le dije a madre que no me encontraba nada bien y que no iría a la huerta y las voces de papá que llegaban al techo mientras mamá me sujetaba para que no cayera desmayada al suelo.

Don Gregorio, nuestro doctor, confirmó lo que yo sospechaba y no quería asumir.

- La chica está embarazada- suspiró sabiendo lo que eso significaba, mientras acomodaba las gafas en su nariz afilada y limpiaba el sudor perlado que asomaba en su frente.

Solo sé que sentí la bofetada de papá arremetiendo contra mí con toda su rabia y que desperté del segundo mareo del día tumbada en mi cama.

- ¡Es una descarriada como tú!- es lo que alcancé a escuchar porque aún tenía los oídos tamponados por el golpe.

- ¡Cuándo me entere de quien ha sido el sinvergüenza lo mato¡- volvió a gritarle a mi madre fuera de control.

Nunca lo supo ni él ni nadie. Ese secreto iría a la tumba conmigo, lo tenía clarísimo, y como decidí no hablar, lo que viví durante los meses siguientes fue un infierno que quizás yo misma había forjado pero por el que volvería a pasar sin duda alguna.

Papá decidió que me casaría con el hijo de una prima suya de Sabiote antes de que el resultado de mi desliz fuese visible, acabando así con la reputación de toda una familia, y fue de esta manera como contraje matrimonio con Luis en las fiestas del Cristo de la Vera-Cruz acompañados por el castillo de fuegos artificiales y la barriga llena de huesos.

El veinticinco de abril de 1975, después de doce horas de parto, di a luz a un niño precioso de tres kilos y medio al que llamamos Serafín, como su abuelo, y aunque los chismes comenzaron a corretear por el pueblo, Don Gregorio se encargó de divulgar que el nieto primogénito del hortelano de La Bullidera fue sietemesino.

El matrimonio con el primo Luis fue llevadero: él trabajaba codo a codo junto a mis hermanos en La Bullidera y aprendió pronto el oficio, pues papa cayó enfermo a los pocos meses del nacimiento de mi hijo y falleció apenas un tiempo después para mi tranquilidad. ¡Que Dios lo tenga en su santa gloria!

Serafín era el niño más bonito que os podéis imaginar: moreno de tez y de pelo y con esos ojos profundos heredados de su padre. “Un conejito” precioso, como yo lo llamaba cariñosamente. Comprenderéis el sentido de ese apodo amoroso.

Luis quería mucho al niño y con el tiempo también aprendió a quererme a mí como jamás imaginé que pudiese hacerlo. Era muy bueno y atento y se dedicaba a trabajar para que no nos faltase de nada ni a su hijo ni a mí, pues desde el primer momento aceptó a mi criatura como si él hubiese sido el que lo concibió. Nunca hubo preguntas incomodas ni reproches.

En los años que transcurrieron supe de Tiago, pues cada julio su hermana Alicia que volvía al pueblo se encargaba de traerme noticias de él: sus padres lo mandaron a estudiar medicina a Pamplona, ya que era bueno con los libros, y que en los veranos aprovechaba para pasar las vacaciones con una novia que conoció en la facultad de medicina, olvidándose así un poco de su pueblo materno. Más tarde, acabados sus estudios, contrajo matrimonio con esa chica y formó una familia hermosa de la que nació una niña llamada Macarena.

Eduardo desposó a Alicia unos julios después convirtiéndose está a su vez en tía de mi hijo, mejor amiga, confidente y cuñada.

La iglesia de Santiago Apóstol lucía hermosa para recibir el evento nupcial, adornada con lilas de nuestra huerta que inundaban de mi fragancia favorita cada uno de sus rincones. Fue allí mientras mi hermano entraba por la puerta de la mano de mi madre cuando lo volví a ver después de algunos veranos con Macarena en brazos (yo sostenía a Serafín de mi mano fuertemente y fue cuando el corazón me volvió a dar un vuelco).

La fiesta se celebró en La Bullidera. Música y niños por todos lados llenaban el lugar de alegría y algarabía, pues mi hermano Serafín se metió prisa en eso de procrear y ya llevaba cuatro zagales. Mi cuñada era una buena coneja, aunque ésta no era de pura cepa.

Y bajo la noguera que guardaba todos mis secretos más profundos es donde Macarena y Serafín se encontraron casualmente y también donde nos volvimos a ver Tiago y yo frente a frente.

- Adela tienes un niño precioso- me dijo, clavándome fijamente la mirada.

- Quiero verte a solas, escápate mañana noche de casa, nos vemos bajo la noguera de La Bullidera, es importante- le susurre al oído mientras me alejaba de él.

Y allí volvíamos a estar más maduros, con el paso del tiempo sobre nuestros cuerpos: él, un exitoso médico, y yo, una mujer infeliz jugando a ser fuerte, bajo la noguera, en una noche estrellada de julio. La carne volvió a ser débil y confesé mi gran secreto a mi gran amor. Esa noche fue la que dio comienzo a otras y otra vez se repitió la misma historia.

- Volveremos a vernos cuando la vida nos pueda juntar de nuevo, tesoro. Cuídate- le susurraba al despedirnos.

Y así, cada julio, nos encontrábamos en el mismo sitio y con las mismas ganas del primer día, aun sabiendo que los dos arderíamos en el más grande de los infiernos.

Mi querido Luis falleció en un desgraciado accidente cuando nuestro hijo contaba con veinte años de edad. Y digo querido porque lo quise más que a mi vida, pues siempre fue el pilar de nuestra familia, compañero en las buenas y en las malas, a pesar de todo. Contar con el apoyo de mi hijo y con el cariño de mis hermanos y cuñadas en aquellos momentos tan dolorosos fue como un rayo de luz que estalla en la oscuridad, pues la partida de mi marido me dejó días tristes de tremenda soledad.

Tiago me mostró sus condolencias para con Luis mediante carta, pues desde el día en que le confesé que Serafín era su hijo siempre se preocupó porque no le faltase de nada, y gracias a su ayuda económica nuestro hijo cursó la carrera de profesor en la Universidad de Jaén cumpliendo su sueño de enseñar a los demás, pues desde niño tuvo esa vocación.

Unos años después, María Elena, que así se llamaba la esposa de Tiago decidió pasar los últimos meses de vida en Begíjar, pues decía que le encantaba el embrujo de nuestro pueblo y el aire de la huerta le sentaba fenomenal para la afección respiratoria que padecía desde jovencita. Tiago nunca se perdonó no poder hacer nada más por ella, cuando falleció tristemente de una neumonía irreversible.

Entonces fue cuando Tiago decidió pedir traslado al hospital de Jaén y vivir los años que le quedaran de vida en el pueblo, cuidando de ella y junto a mí (no sé si el amor de su vida, pero sí su locura y la que intentaba sacarle siempre una sonrisa, aunque ella misma estuviese rota por dentro).

Macarena y Serafín estuvieron encantados con la noticia de nuestra unión al enviudar, al igual que mi cuñada Alicia, a la que siempre consideré demasiado astuta ya que sospecho que siempre intuyó que mi niño era en realidad su sobrino carnal, aunque nunca me lo dijera por respeto o vergüenza.

Y esta es la historia de mi compleja vida. ¿Pero acaso alguien dijo que ésta sería fácil? Con los años y los daños aprendí a cultivar la paciencia y a encontrar la felicidad en la sonrisa de mi hijo y en el beso amoroso que Luis me regalaba cada noche. Comprendí que la vida son momentos tan fugaces que hay que aprovecharlos, pues siempre no se puede tener lo que se desea. Pero, ¿por qué no ser feliz, aunque sea por momentos? Pienso que todo lo que está hecho desde el amor verdadero está bien hecho.

Los obstáculos, las tristezas enmascaradas de alegrías, las traiciones que solo la noguera de La Bullidera conocía hasta este momento solo fueron el camino que tuve que recorrer con esperanza y fe de que todo lo que tiene que ser algún día sería y así fue y así lo he contado.

Ahora entiendo que todo pasó por algo. Ahora encontré lo que siempre fue para mí. Ahora mi secreto es vuestro y no morirá conmigo.

FIN



III Certamen Literario en Begíjar




En un ambiente mágico
Plaza de la Constitución




Segundo premio III Certamen Literario Patrocinio Biedma






Llegó el momento de desvelar "El secreto"



Participantes y jurado
Foto grupal






Acompañada siempre, por los que más quiero