BAILE
DE MARIPOSAS
Recuerdo de él pequeños
detalles que se entrelazan en mi mente a modo de sueños encadenados, el color
de su pelo azafranado al igual que el mío, la mueca de su sonrisa, sus manos
entrelazando el esparto cuidadosamente en la puerta de casa mientras el sol de
la siesta ruborizaba su rostro o la melodía de su laúd llenando todo el espacio
vacío que dejo aquella tarde cuando partió.
Siempre tuve la esperanza de verlo
aparecer de nuevo por la puerta para volver a lanzarme a sus brazos mientras me
pellizcaba cariñosamente los mofletes o de acurrucarme en su regazo al lado de
la hoguera en tanto se calentaba la pegajosa liria y me mecía en sus piernas
incesantemente. Desgraciadamente dejé de creer en los milagros cuando fui
cumpliendo años, asumiendo esa pérdida tan dolorosa que con apenas ocho años
nunca llegué a comprender.
Después de más de cincuenta
años cuando bajé del coche y pude contemplar el enorme portón de aquel
camposanto medio abandonado, un escalofrío me recorrió de punta a punta. La
majestuosidad de su entrada pintada de cal blanca, la capilla a mano derecha y
los pasillos repletos de tumbas destrozadas y raídas por el paso de los años
provocaron en mi imaginación estar viviendo un inminente dejà vu. Agarrada al
brazo de mi hija me detuve a la vez que mi corazón palpitaba a mil por hora. Solo
alcance a balbucear un tímido “yo he
estado aquí antes con mamá”
El cementerio de San Eufrasio
arrojaba una estampa desoladora de lo que es la muerte y el paso de las
generaciones tras de ella, algunas lápidas lucían un ramillete de margaritas
amarillas como el que compré a la señora que vendía afanadamente en la entrada,
pero eran minoría frente al abandono en el que todo a mi alrededor se encontraba.
Caminábamos despacio entre
escombros y suelos completamente destruidos hasta llegar al montículo de fosas
comunes donde supuestamente se encontraba el número 122 con la certeza de que
la investigación de mi hija realizada meses antes, concluía en aquel lugar y
ese día uno de noviembre. Como si de un jardín del horror se tratase comencé a
divisar las placas oxidadas por el tiempo, algunas caídas, otras rotas, pero
con un orden más o menos correlativo.
-Mamá no está su número, mamá
no puede ser…- es lo que mi hija repetía una y otra vez.
Las lágrimas del que busca con
fe empezaban a hacer aparición en su rostro sonrojado por el duro sol que nos castigaba
aquel caluroso día, mientras mi mente recordaba ahora sí claramente, los paseos
junto a mamá por aquel lugar y el ramillete de margaritas que le traíamos a mi
padre hace ya muchos años cada uno de noviembre.
-Ha sido imposible encontrar
el número del abuelo mamá, pero sé que es aquí- me dijo firmemente, mientras su
mirada se perdía en el horizonte de aquella montaña de basura.
Dos mariposas blancas
revoloteaban a nuestro alrededor mientras clavábamos la cruz de forja que
contenía su nombre y apellidos y volvíamos a depositar el humilde ramillete a
sus pies cumpliendo con la fiel costumbre que mi madre realizaba cada año en
sigilo y a la que yo había asistido alguna que otra vez de muy pequeña. Su
dolor le hizo decidir llevarse el secreto de su paradero y de aquel ritual a la
tumba, jamás hablo de ello.
Gracias a ese vago recuerdo
que conserve en mi mente de niña de que él estaba en Jaén y a mi hija es que
volvimos a aquel lugar donde dos mariposas blancas nos esperaban desde siempre,
a veces cuando estoy triste vuelven a mí con su revoloteo incesante como
compañeras inseparables de los lazos que nos unieron en esta vida terrenal para
recordarme que nunca me abandonan.
Siempre he escuchado la frase
que muchos repiten para su consuelo “mientras
esté vivo en nuestro recuerdo seguirá vivo en nuestros corazones” pero ¿y
cuando no haya nadie que nos recuerde? Es por eso la importancia de hablarle a
nuestros hijos de sus familiares fallecidos y de nuestras costumbres. Ellos
siempre serán esa luz que encendemos cada año en el día de todos los santos y
la que iluminará y guiará nuestro camino.
Por muchos años que pasen
siempre resonara un triste laúd en mi corazón hasta que algún día vuele junto a
vosotros como mariposa en ese baile eterno e incesante.
Para
mis abuelos María y Antonio aquellas dos mariposas blancas que me acompañan.
Cementerio
de San Eufrasio (Jaén)

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