martes, 5 de noviembre de 2024

 

BAILE DE MARIPOSAS

 

Recuerdo de él pequeños detalles que se entrelazan en mi mente a modo de sueños encadenados, el color de su pelo azafranado al igual que el mío, la mueca de su sonrisa, sus manos entrelazando el esparto cuidadosamente en la puerta de casa mientras el sol de la siesta ruborizaba su rostro o la melodía de su laúd llenando todo el espacio vacío que dejo aquella tarde cuando partió.

Siempre tuve la esperanza de verlo aparecer de nuevo por la puerta para volver a lanzarme a sus brazos mientras me pellizcaba cariñosamente los mofletes o de acurrucarme en su regazo al lado de la hoguera en tanto se calentaba la pegajosa liria y me mecía en sus piernas incesantemente. Desgraciadamente dejé de creer en los milagros cuando fui cumpliendo años, asumiendo esa pérdida tan dolorosa que con apenas ocho años nunca llegué a comprender.

Después de más de cincuenta años cuando bajé del coche y pude contemplar el enorme portón de aquel camposanto medio abandonado, un escalofrío me recorrió de punta a punta. La majestuosidad de su entrada pintada de cal blanca, la capilla a mano derecha y los pasillos repletos de tumbas destrozadas y raídas por el paso de los años provocaron en mi imaginación estar viviendo un inminente dejà vu. Agarrada al brazo de mi hija me detuve a la vez que mi corazón palpitaba a mil por hora. Solo alcance a balbucear un tímido “yo he estado aquí antes con mamá”

El cementerio de San Eufrasio arrojaba una estampa desoladora de lo que es la muerte y el paso de las generaciones tras de ella, algunas lápidas lucían un ramillete de margaritas amarillas como el que compré a la señora que vendía afanadamente en la entrada, pero eran minoría frente al abandono en el que todo a mi alrededor se encontraba.

Caminábamos despacio entre escombros y suelos completamente destruidos hasta llegar al montículo de fosas comunes donde supuestamente se encontraba el número 122 con la certeza de que la investigación de mi hija realizada meses antes, concluía en aquel lugar y ese día uno de noviembre. Como si de un jardín del horror se tratase comencé a divisar las placas oxidadas por el tiempo, algunas caídas, otras rotas, pero con un orden más o menos correlativo.

-Mamá no está su número, mamá no puede ser…- es lo que mi hija repetía una y otra vez.

Las lágrimas del que busca con fe empezaban a hacer aparición en su rostro sonrojado por el duro sol que nos castigaba aquel caluroso día, mientras mi mente recordaba ahora sí claramente, los paseos junto a mamá por aquel lugar y el ramillete de margaritas que le traíamos a mi padre hace ya muchos años cada uno de noviembre.

-Ha sido imposible encontrar el número del abuelo mamá, pero sé que es aquí- me dijo firmemente, mientras su mirada se perdía en el horizonte de aquella montaña de basura.

Dos mariposas blancas revoloteaban a nuestro alrededor mientras clavábamos la cruz de forja que contenía su nombre y apellidos y volvíamos a depositar el humilde ramillete a sus pies cumpliendo con la fiel costumbre que mi madre realizaba cada año en sigilo y a la que yo había asistido alguna que otra vez de muy pequeña. Su dolor le hizo decidir llevarse el secreto de su paradero y de aquel ritual a la tumba, jamás hablo de ello.

Gracias a ese vago recuerdo que conserve en mi mente de niña de que él estaba en Jaén y a mi hija es que volvimos a aquel lugar donde dos mariposas blancas nos esperaban desde siempre, a veces cuando estoy triste vuelven a mí con su revoloteo incesante como compañeras inseparables de los lazos que nos unieron en esta vida terrenal para recordarme que nunca me abandonan.

Siempre he escuchado la frase que muchos repiten para su consuelo “mientras esté vivo en nuestro recuerdo seguirá vivo en nuestros corazones” pero ¿y cuando no haya nadie que nos recuerde? Es por eso la importancia de hablarle a nuestros hijos de sus familiares fallecidos y de nuestras costumbres. Ellos siempre serán esa luz que encendemos cada año en el día de todos los santos y la que iluminará y guiará nuestro camino.

Por muchos años que pasen siempre resonara un triste laúd en mi corazón hasta que algún día vuele junto a vosotros como mariposa en ese baile eterno e incesante.


Para mis abuelos María y Antonio aquellas dos mariposas blancas que me acompañan.


Cementerio de San Eufrasio (Jaén)



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