EL
CAFÉ DE LAS CINCO EN PUNTO
- ¡Vamos que llegamos tarde! -
me reprochaba la abuela María frunciendo su rostro que denotaba claras
evidencias de molestia.
Con la impaciencia innata que
la caracterizaba, agarraba delicadamente mi diminuto brazo de niña de seis años
y sus manos huesudas me conducían apresuradamente por la empinada calle de Palacio,
mientras el sol tímido de la sobremesa, emitía esos suaves rayos tan agradables
y reconfortantes aquella tarde cualquiera de un frío mes de enero. Para mis aún
cortas piernas la gran cuesta se convertía en una montaña enorme que debía de
escalar apresuradamente al paso de mi mamá vieja (como cariñosamente la
llamaba), pues el reloj estaba próximo a marcar las cinco de la tarde.
Cuando por fin alcanzábamos la
cumbre, nos esperaba la casa de la tía Cándida, presidida por un enorme escalón
de hormigón enlucido de manera basta, donde inmediatamente me sentaba a
descansar después de la carrera de fondo a la que era sometida.
- ¡Quilla! - voceaba la abuela
a su hermana desde el portal.
Yo siempre me esperaba en el
escalón mientras fijaba la vista en el final del camino del Amor Hermoso e imaginaba
historias de duendes y animalillos que lo habitaban. Digamos que mientras
recuperaba el aliento, dejaba volar esa imaginación de la que siempre fui
poseedora.
El aroma del café recién hecho,
me despertaba sobresaltada de mis ensoñaciones de chiquilla haciéndome
atravesar el corredor de casa de la tita apresuradamente, ya eran las cinco.
La antigua cafetera italiana desgastada
por los usos humeaba sobre el fogón de la pequeña cocina, mientras las dos
hermanas charlaban animadamente en la mesa de camilla y rescoldaban el brasero
de ascuas encendidas que las acompañaba en su tertulia. En tanto el café se
enfriaba, yo jugaba afanadamente con mi pequeña muñeca de tarta de fresa, aún
si cierro los ojos puedo percibir su aroma a frutos rojos e imaginar que la
abrazo fuertemente como en esos momentos.
-Échale un poco a la chiquilla,
pero rebájalo con agua María, que si no se pone nerviosa- decía la tita, mientas
la abuela servía el ansiado líquido en vasitos de cuarto con color caramelo.
- ¡Que hermosa estas! - me
decía cariñosamente pellizcándome los mofletes con énfasis.
Yo nunca me enteraba bien de
las conversaciones que allí se mantenían, pues mi aun escasa mentalidad de
aquel entonces, no me permitía entender con claridad ciertas cuestiones de
adultos que se trataban en las periódicas reuniones matutinas.
No todo eran risas, a veces
también había desacuerdos. Lo intuía por el tono de voz de ambas, que cambiaba
de forma inesperada, aunque no tardaba en volver a la normalidad en poco rato.
Supongo que después de confrontar sus distintas opiniones, llegaban a un
acuerdo de paz consensuado.
Tras una taza o dos de café,
según la charla se pusiera de intensa, acabábamos el ritual despidiéndonos en
el mismo escalón donde este comenzaba.
-Toma unas galletas para el
camino y un poco de chocolate- me decía la tita cariñosamente mientras se
despedía de mí con dos besos apretados.
Tengo que confesar que cada
tarde esperaba impaciente a que me ofreciese tan ansiados manjares pues tras su
despedida cariñosa, el camino cuesta abajo de la calle, se hacía mucho más
divertido dándole fin a aquellas galletas maría hojaldradas a su término. (el
chocolate siempre lo guardaba para el final)
Curiosamente, hoy a las cinco
de la tarde, las campanas de la iglesia tañeron fúnebres a la hora de la cita.
El sol igual de tímido y la luz suave, me hicieron recordar esas animadas
tertulias que compartí con ellas, las galletas, el chocolate, los gestos de
cariño y las risas. Hoy la cafetera humearía al igual que en esos años a la
hora acordada, para celebrar el ansiado reencuentro de dos almas que siempre
seguirán vivas en un lugar especial de nuestros corazones.
Cada tarde a las cinco en punto.
Cada tarde a las cinco en
punto.

