jueves, 25 de enero de 2024

 

EL CAFÉ DE LAS CINCO EN PUNTO

 

- ¡Vamos que llegamos tarde! - me reprochaba la abuela María frunciendo su rostro que denotaba claras evidencias de molestia.

Con la impaciencia innata que la caracterizaba, agarraba delicadamente mi diminuto brazo de niña de seis años y sus manos huesudas me conducían apresuradamente por la empinada calle de Palacio, mientras el sol tímido de la sobremesa, emitía esos suaves rayos tan agradables y reconfortantes aquella tarde cualquiera de un frío mes de enero. Para mis aún cortas piernas la gran cuesta se convertía en una montaña enorme que debía de escalar apresuradamente al paso de mi mamá vieja (como cariñosamente la llamaba), pues el reloj estaba próximo a marcar las cinco de la tarde.

Cuando por fin alcanzábamos la cumbre, nos esperaba la casa de la tía Cándida, presidida por un enorme escalón de hormigón enlucido de manera basta, donde inmediatamente me sentaba a descansar después de la carrera de fondo a la que era sometida.

- ¡Quilla! - voceaba la abuela a su hermana desde el portal.

Yo siempre me esperaba en el escalón mientras fijaba la vista en el final del camino del Amor Hermoso e imaginaba historias de duendes y animalillos que lo habitaban. Digamos que mientras recuperaba el aliento, dejaba volar esa imaginación de la que siempre fui poseedora.

El aroma del café recién hecho, me despertaba sobresaltada de mis ensoñaciones de chiquilla haciéndome atravesar el corredor de casa de la tita apresuradamente, ya eran las cinco.

La antigua cafetera italiana desgastada por los usos humeaba sobre el fogón de la pequeña cocina, mientras las dos hermanas charlaban animadamente en la mesa de camilla y rescoldaban el brasero de ascuas encendidas que las acompañaba en su tertulia. En tanto el café se enfriaba, yo jugaba afanadamente con mi pequeña muñeca de tarta de fresa, aún si cierro los ojos puedo percibir su aroma a frutos rojos e imaginar que la abrazo fuertemente como en esos momentos.

-Échale un poco a la chiquilla, pero rebájalo con agua María, que si no se pone nerviosa- decía la tita, mientas la abuela servía el ansiado líquido en vasitos de cuarto con color caramelo.

- ¡Que hermosa estas! - me decía cariñosamente pellizcándome los mofletes con énfasis.

Yo nunca me enteraba bien de las conversaciones que allí se mantenían, pues mi aun escasa mentalidad de aquel entonces, no me permitía entender con claridad ciertas cuestiones de adultos que se trataban en las periódicas reuniones matutinas.

No todo eran risas, a veces también había desacuerdos. Lo intuía por el tono de voz de ambas, que cambiaba de forma inesperada, aunque no tardaba en volver a la normalidad en poco rato. Supongo que después de confrontar sus distintas opiniones, llegaban a un acuerdo de paz consensuado.

Tras una taza o dos de café, según la charla se pusiera de intensa, acabábamos el ritual despidiéndonos en el mismo escalón donde este comenzaba.

-Toma unas galletas para el camino y un poco de chocolate- me decía la tita cariñosamente mientras se despedía de mí con dos besos apretados.

Tengo que confesar que cada tarde esperaba impaciente a que me ofreciese tan ansiados manjares pues tras su despedida cariñosa, el camino cuesta abajo de la calle, se hacía mucho más divertido dándole fin a aquellas galletas maría hojaldradas a su término. (el chocolate siempre lo guardaba para el final)

Curiosamente, hoy a las cinco de la tarde, las campanas de la iglesia tañeron fúnebres a la hora de la cita. El sol igual de tímido y la luz suave, me hicieron recordar esas animadas tertulias que compartí con ellas, las galletas, el chocolate, los gestos de cariño y las risas. Hoy la cafetera humearía al igual que en esos años a la hora acordada, para celebrar el ansiado reencuentro de dos almas que siempre seguirán vivas en un lugar especial de nuestros corazones.

Cada tarde a las cinco en punto.

















Cada tarde a las cinco en punto.

martes, 16 de enero de 2024

 

UN MUNDO DE FANTASÍA

 

Las atardecidas de enero poseen el sutil aroma característico de la tristeza impregnado en sus entrañas. Caminar a solas en estos días, me hace experimentar un sentimiento de conexión con mi ser más profundo y esa fragancia aflora inevitablemente en mí, invadiéndome por completo.

Paseo por las calles desiertas lentamente. Las farolas borrosas por la niebla que cubre la ciudad me recuerdan a aquellos gigantes que Cervantes recreaba en el Quijote. La plaza sin Dulcinea, los abrazos sin calor, los llantos ahogados, las palabras atoradas son reflejos de la cruda realidad que me rodea.

Me detengo frente al ventanal y me siento en el escalón donde vuelvo cuando quiero encontrarle. Cierro los ojos fuertemente y me acurruco contra mi cuerpo estremecido por el gélido viento, y es ahí donde imagino su mueca al encontrarnos, su carcajada sonora enredada entre mi pelo y sus ojos color azabache clavándose en mi rostro jubiloso al tenerle junto a mí. Y fantaseo con ese café que nunca nos tomamos, con esa tarde que nunca compartimos, con los chocolates tan amargos que nunca nos regalamos, con su caricia sigilosa, con ese “espérame” que nunca pronunciamos, con ese teléfono que nunca sonó.

Mientras regreso a casa intento comprender y aceptar el sentido de todo en mi cabeza, contemplando como los sueños que recree, se escapan con cada remolino de viento que se forma a mi alrededor.

Prometí que nunca volvería a derramar una lágrima por nada que no estuviese en mis manos, y es por eso que contengo el llanto en los ojos y vierto las palabras en el papel, como un regurgitar del alma para aliviarme.

Esta noche volveré a soñarle inalcanzable, tan cerca pero tan lejos, y volveré a ser feliz al tenerle por fin entre mis brazos.

“Le adoro” es lo único que creo firmemente, aunque a veces todo sea producto, de un mundo de fantasía.