EL
FINAL DE LA ESPERA
El café con leche humeante
bullendo en las tazas de porcelana, dos magdalenas sobre la mesa, desnudas, despojadas
ya del papel con que vestían, un azucarero algo desportillado a medio tapar y
dos cucharillas colocadas sobre los platillos, engalanaban junto con el mantel
a cuadros rojos y blancos algo despintado por el tiempo, la mesa de camilla
para la hora de la merienda. Cómo cada tarde desde hace años.
La luz de la media tarde se
colaba cálida tras los cristales del ventanal donde Mario descansaba tras la
sobremesa. Siempre le gustó reposar en el sillón de su abuela al que tanto
cariño le tenía, con el periódico en mano. Ahora era yo quién, mientras el café
se enfriaba, me encargaba de relatarle las noticias de actualidad.
Él tomaba mis envejecidas
manos y las apretaba fuerte contra las suyas, las uñas mordidas como de niño,
me traían a la mente recuerdos de cuando nos conocimos.
Habían pasado décadas desde
entonces y aunque la vida siempre nos condujo por caminos diferentes, vivimos vidas
plenas y felices separados, porque así lo decidió el destino y nosotros con
nuestras propias decisiones.
-Mario cariño ya es hora de la
merienda, toma el café- le ordené dulcemente.
Pellizco a pellizco y con cada
acorde de la melodía de Nini Rosso que tanto nos gustaba bailando sobre la fría
sala, esa magdalena desaparecía con algo de dificultad entre sus gruesos labios
sonrosados.
“Il silenzio” siempre le hacía
sonreír, por eso cuando terminaba y podía observar los atisbos de la abrumadora
tristeza en su semblante, presionaba el botón de play para volver a
reproducirla una vez más. Me gustaba verlo feliz, siempre me pareció un chico
atractivo cuando sonreía y a pesar de la vejez que lo escoltaba, esos hoyuelos
en las mejillas me seguían pareciendo el más bonito cuadro jamás pintado.
-Preciosa…- me susurraba,
dejando la mirada perdida en el infinito mundo en el que vivía desde hace
tiempo.
“Nunca te canses de esperar”
esa era la frase que acompañaba la foto que mis pupilas retuvieron en su
memoria fotográfica aquella tarde de noviembre de hace ya, treinta años.
La divina juventud le
acompañaba en aquel retrato, también la tristeza de una mirada perdida en el
infinito cielo estrellado de la noche oscura, mientras él apoyado sobre la centenaria
fuente, pensativo tomaba la instantánea. ¡Bendito tiempo, que se escurre entre
los dedos, cuan arena de un reloj, fugaz y efímero! Tiempo de espinas y rosas
aquel que se nos fue de las manos.
- ¡Qué rápido pasaron los años
tesoro! Pero yo, siempre te esperé – le dije mientras besaba su frente y
acariciaba su escaso pelo.
-Perdóname- me repetía
sollozante.
-Te perdone desde el primer
instante- le contestaba cada tarde, aunque mis reiterados intentos de que me
comprendiese fueran desgraciadamente en vano.
Mario duerme a mi lado
plácidamente, mientras yo recojo el mantel y la magdalena que nunca termino de
comerme ya que la mezcla de sentimientos de emoción y tristeza atorados en mi
corazón hacen que se me anude.
-Siempre te esperé, aunque
cuando nos volvimos a encontrar quizá fuese demasiado tarde- una lagrima
recorre mis mejillas.
Otra tarde más el ocaso
irrumpió poniendo fin a la merienda diaria, al igual que un cigarrillo,
nuestros momentos juntos, se consumen poco a poco de manera inevitable. Cada
nuevo día, volveré a preparar ese café y a desenvolver las magdalenas de limón
para ti, con todo el amor del mundo, pues es en el final de nuestras vidas
cuando se demuestra que tan fuerte puede ser ese sentimiento al que llaman
amor.
Tú y yo estaremos juntos en el
final de la espera, porque aún sigo viva para ti en tus más profundos
recuerdos.







