sábado, 3 de junio de 2023

 

DIARIO DE UNA MUERTE

 

Las ambulancias retumbaban en la calle solitaria, las podía escuchar en la lejanía, sus ecos y el fuerte olor del gasoil derramado, me hacían presentir que algo malo había sucedido, no podía moverme, mi cuerpo no respondía. El frío asfalto de la carretera congelada se introducía a través de mi epidermis llegando directamente a todos y cada uno de mis huesos doloridos mientras un escalofrío generalizado recorría mi cuerpo.

Queríamos llegar pronto a casa en esta víspera del día de reyes para poder compartir con la familia ese roscón que mamá elaboraba con toda la ilusión del mundo como cada año, con la satisfacción de que no quedarían ni las migajas. Después prepararía con ilusión los regalos de los más pequeños de la familia pues, aunque tenía veintitrés años recién cumplidos esa ilusión de cuando era crío seguía viva en mí y así me gustaba transmitírselo a los demás.

Lamentablemente, no estaba en ese hogar que me esperaba tras cada viaje que realizaba semanalmente de copiloto en aquel enorme camión. Hubiera percibido el aroma a canela que desprendía mamá mientras me sonreía y me preparaba el chocolate caliente acompañado de pan que tanto me gustaba.

Un revuelo de personas a mi alrededor se movía incesantemente, solo alcancé a escuchar claramente: no hay nada que hacer por él, pero este, aún respira.

Alguien rasgó mi camiseta nueva - ¿qué haces imbécil? - pensé, pues hacía solo un mes que estrenaba uniforme, esto no me gustaba para nada.

Las luces blancas del habitáculo destellaban deslumbrantes en mis ojos aún abiertos mientras la ambulancia aceleraba su velocidad al máximo, entendí que mi vida corría un inminente peligro. Las personas en general suelen tenerle miedo a este momento, a mí para ser realistas no me había dado tiempo a pensarlo anteriormente.

- ¡Lucha vamos, eres muy joven! - esa voz fue lo último que mis oídos taponados por los fluidos pudieron escuchar, la paz inundó el momento. Note como mi ser se desprendía de aquel cuerpo vacío que yacía sobre una sábana blanca manchada con mi sangre, he ahí mi envase.

Contrariamente a lo que se piensa, la muerte no duele nada, es como dar paso a un oasis de tranquilidad absoluta y ahí estaba yo, contemplando absorto esa escena tan tétrica que jamás había imaginado vivir tan prematuramente.  No estaba triste si es lo que pensáis, pues este hecho suele asociarse a la aflicción y al desconsuelo de manera totalmente erronea. Noté una mano tibia que rozaba sutilmente mi espalda.

-Es la hora- me dijo una voz algo familiar para mí, era la de mi abuelo Juan.

De repente el escenario cambió ante mí y como si de una película se tratase pude ver pasar ante mis ojos los momentos más felices de mi corta vida. Esas fotos en el paseo del mercado cuando apenas era un bebé, las corridas de toros que tanto disfruté, los ratos de risa con mis compañeros en los duros fines de semana de trabajo, papá pidiéndome que echase cabeza incesablemente, las regañinas de mamá, mi primer coche rojo y aquella chica de ojos castaños a la que besé por primera vez.

A veces viene a visitarme y me trae alguna bonita flor, pero sin duda la gloria tiene el aroma de su delicado cabello y el sonido de su natural carcajada. Yo la visito en sueños a veces, para recordarle que junto a sus ángeles más cercanos, estoy a su lado iluminando su camino.

Ahora me he convertido en un espíritu celeste para todos los que me conocieron y me quisieron, pues tras el juicio final se dictaminó que mis escasos pecados no eran tan graves como para pasar la eternidad en un infierno infinito.

Cuando llegue el momento de rendir cuentas, yo seré el guía de todos ellos y al igual que mi abuelo Juan, me sentaré a sus pies mientras observan jubilosos lo que en vida disfrutaron.

Me queda decidles que no se preocupen ni lloren por mí, sino que recuerden con cariño todos los momentos que compartimos. Algún día nos volveremos a encontrar espiritualmente hablando, eso sí, lo más tarde posible, aunque quien sabe…el destino es así de caprichoso.


Enero de 2003.




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