DIARIO DE UNA MUERTE
Las
ambulancias retumbaban en la calle solitaria, las podía escuchar en la lejanía,
sus ecos y el fuerte olor del gasoil derramado, me hacían presentir que algo
malo había sucedido, no podía moverme, mi cuerpo no respondía. El frío asfalto
de la carretera congelada se introducía a través de mi epidermis llegando
directamente a todos y cada uno de mis huesos doloridos mientras un escalofrío
generalizado recorría mi cuerpo.
Queríamos
llegar pronto a casa en esta víspera del día de reyes para poder compartir con
la familia ese roscón que mamá elaboraba con toda la ilusión del mundo como
cada año, con la satisfacción de que no quedarían ni las migajas. Después
prepararía con ilusión los regalos de los más pequeños de la familia pues,
aunque tenía veintitrés años recién cumplidos esa ilusión de cuando era crío
seguía viva en mí y así me gustaba transmitírselo a los demás.
Lamentablemente,
no estaba en ese hogar que me esperaba tras cada viaje que realizaba
semanalmente de copiloto en aquel enorme camión. Hubiera percibido el aroma a
canela que desprendía mamá mientras me sonreía y me preparaba el chocolate
caliente acompañado de pan que tanto me gustaba.
Un
revuelo de personas a mi alrededor se movía incesantemente, solo alcancé a escuchar
claramente: no hay nada que hacer por él, pero este, aún respira.
Alguien
rasgó mi camiseta nueva - ¿qué haces imbécil? - pensé, pues hacía solo un mes
que estrenaba uniforme, esto no me gustaba para nada.
Las
luces blancas del habitáculo destellaban deslumbrantes en mis ojos aún abiertos
mientras la ambulancia aceleraba su velocidad al máximo, entendí que mi vida
corría un inminente peligro. Las personas en general suelen tenerle miedo a
este momento, a mí para ser realistas no me había dado tiempo a pensarlo anteriormente.
- ¡Lucha vamos, eres muy joven! - esa
voz fue lo último que mis oídos taponados por los fluidos pudieron escuchar, la
paz inundó el momento. Note como mi ser se desprendía de aquel cuerpo vacío que
yacía sobre una sábana blanca manchada con mi sangre, he ahí mi envase.
Contrariamente a lo que se piensa, la
muerte no duele nada, es como dar paso a un oasis de tranquilidad absoluta y
ahí estaba yo, contemplando absorto esa escena tan tétrica que jamás había
imaginado vivir tan prematuramente. No
estaba triste si es lo que pensáis, pues este hecho suele asociarse a la
aflicción y al desconsuelo de manera totalmente erronea. Noté una mano tibia
que rozaba sutilmente mi espalda.
-Es la hora- me dijo una voz algo
familiar para mí, era la de mi abuelo Juan.
De repente el escenario cambió ante mí y
como si de una película se tratase pude ver pasar ante mis ojos los momentos más
felices de mi corta vida. Esas fotos en el paseo del mercado cuando apenas era
un bebé, las corridas de toros que tanto disfruté, los ratos de risa con mis
compañeros en los duros fines de semana de trabajo, papá pidiéndome que echase
cabeza incesablemente, las regañinas de mamá, mi primer coche rojo y aquella chica
de ojos castaños a la que besé por primera vez.
A veces viene a visitarme y me trae
alguna bonita flor, pero sin duda la gloria tiene el aroma de su delicado
cabello y el sonido de su natural carcajada. Yo la visito en sueños a veces,
para recordarle que junto a sus ángeles más cercanos, estoy a su lado
iluminando su camino.
Ahora me he convertido en un espíritu
celeste para todos los que me conocieron y me quisieron, pues tras el juicio
final se dictaminó que mis escasos pecados no eran tan graves como para pasar
la eternidad en un infierno infinito.
Cuando llegue el momento de rendir
cuentas, yo seré el guía de todos ellos y al igual que mi abuelo Juan, me
sentaré a sus pies mientras observan jubilosos lo que en vida disfrutaron.
Me queda decidles que no se preocupen ni
lloren por mí, sino que recuerden con cariño todos los momentos que
compartimos. Algún día nos volveremos a encontrar espiritualmente hablando, eso
sí, lo más tarde posible, aunque quien sabe…el destino es así de caprichoso.
Enero de 2003.

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