Título:
TIEMPOS DE ESPINAS Y ROSAS
Seudónimo:
Pajarillo soñador
Begíjar,
31 de mayo de 1937
Los
primeros rayos tenues que el alba anunciaba parían con tremenda fatiga un nuevo
amanecer sobre el pueblo. Pareciera que el sol, algo tembloroso, tuviese miedo
de asomar su cálido rostro hacia la cruda realidad a la que le tocaba
enfrentarse y, pudoroso, se escondía entre los borreguitos que adornaban el
cielo aquella desagradable mañana. La noche que le había precedido había sido
bastante agitada, pues el constante y ensordecedor ruido de los aviones
sobrevolando el valle del Guadalquivir, acompañados por el sonido que producían
los impactos de granada sobre los campos cercanos convirtieron la velada en una
vigilia de oscuridad, miedo e incertidumbre total.
Me
llamo Aníbal. Nací en una lúgubre madrugada de mayo en un bonito pueblo de
casas pintadas con cal blanca, enclavado en el corazón de la provincia de Jaén,
llamado Begíjar. Nadie elige cómo, cuándo ni de qué manera aterrizar en el
mundo de los mortales al que llamamos vida. Yo lo hice entre llantos de espanto
y alguna que otra sonrisa de felicidad bajo el arrullo de una canción de cuna
algo inadecuada para un neonato.
Los
dos primeros años de mi supervivencia no fueron para nada fáciles, pues el
suministro alimenticio escaseaba y las deficientes condiciones sanitaras a las
que nos enfrentábamos no ayudaban demasiado. Nuestros cultivos se aquejaban de
la desolación y las heridas que a su paso dejaba la guerra que nos azotaba con
cruel dureza. La hambruna se hacía presente, pero mamá siempre fue una
luchadora y cada vez que en mi cara se dibujaban las huellas de ésta, ella me
arrullaba para proporcionarme calor y ofrecerme un chupetón de leche calentita.
Aunque la mayoría de las veces me quedaba con apetito, el cariño y el amor que
me transmitía hacían que la situación fuese más llevadera. Aún recuerdo sus
manos suaves acariciando mi pequeña cabeza mientras musitaba mi nana preferida
“Pajarito que cantas” y me susurraba al oído “siempre serás mi guerrero” (curiosamente
ése era mi primer apellido y Medina el que heredé de mamá, aunque todos me
llamaban “Pajarillo”).
Viví
mi infancia en el cortijo del Amor Hermoso, ya que mi madre se encargaba de
mantener limpio y ordenado aquel maravilloso lugar de paso, donde los muleros
paraban a descansar a la subida de Posadas Ricas y daban de beber agua a los
pobres animales que sedientos sumergían sus hocicos en los abrevaderos hasta
saciarse. Yo desde pequeño ayudaba a mi tío Bernardo con las ovejas en el
corralón en el que trabajaba como pastor, al lado del cementerio, y me encargaba
de la apertura y cierre de éste, además de realizar los trabajos propios de un
enterrador a pesar de mi corta edad. El tío Ber, como cariñosamente le llamábamos,
era el menor de los hermanos de mi padre y vivió la guerra muy de cerca ya que
fue reclutado para luchar en el frente cuando apenas contaba con diecinueve
años. A mí me gustaba escuchar las batallas que, con orgullo y énfasis, me
relataba cada tarde mientras los herbívoros pastaban a sus anchas por las eras.
Aquella
tarde de principios de marzo, la cálida brisa nos acariciaba el rostro con
sutileza mientras descansábamos a los pies de un olivo. Entre tanto, las ovejas
realizaban su paseo rutinario.
-
Tío, cuéntame esa historia de guerra de la que papá nunca ha querido que me
hables. Creo que ya tengo edad suficiente, ¿no crees? ¿Cómo perdiste tu mano? -no
os lo dije, pero desde que tengo uso de razón recuerdo a mi querido tío sin uno
de sus miembros superiores, aunque esa herida de guerra nunca le haya impedido
realizar con favorable éxito todos sus quehaceres.
-
Querido Pajarillo: pronto cumplirás los dieciocho años; prometí a tu padre que
no lo haría hasta que llegara ese momento, pero considero que ya estás
preparado para escucharla -me respondió para mi sorpresa, pues ya lo había
intentado fallidamente en numerosas ocasiones.
Entramos
al cementerio y, mientras caminábamos por el camposanto revisando que no
quedase nadie en el interior tío Ber, comenzó a relatarme “la historia de un
begijeño en la guerra”, algo que sin lugar a dudas cambiaría mi futuro para
siempre.
*******************
Almería, 31 de mayo de 1937 “El gran
bombardeo de Almería”
Bruno
y yo nos conocimos en el frente, pues el destino tenía para nosotros designada esa
pesada y forzosa cruz. Pese a que no eran las circunstancias más favorables
para que brotase ningún tipo de sentimiento de amistad alrededor de nosotros,
esa conexión que tuvimos desde el primer día nos hacía sentirnos un poco más
fuertes para sobrevivir a la miseria y caos que nos rodeaba.
Aquella
madrugada se presentaba tranquila: la quietud de la noche junto al manto de un cielo
estrellado que anunciaba la llegada prematura de un verano inaplazable eran
nuestra compañía durante la vigilancia nocturna.
Bruno
me hablaba constantemente de su familia y de todos los proyectos que tenía en
mente realizar junto a ellos cuanto volviera a casa en Vélez-Blanco, un bonito
pueblo de interior situado en la provincia de Almería. Me entretenían sus
historias del más allá, las cuales siempre escuchaba con el máximo respeto,
pues mi amigo, que de profesión era enterrador del pueblo, amenizaba las largas
jornadas de vigilia mientras yo le contaba de mi pueblo Begíjar, del encanto de
sus calles empedradas y mágicas, de las tardes de verano y de mis hazañas de
niño junto a los amigos, de cuando decidimos meternos a monaguillos de la
parroquia de Santiago Apóstol para bebernos el vino de la consagración sin que
el padre Orestes ni siquiera lo sospechase.
-
Es curioso Ber. Siento como si conociese tu pueblo de toda la vida; desde niño
sueño con un lugar parecido al que describes como tu hogar: un majestuoso
cortijo blanco que se alza al cielo azul como un poderoso gigante en medio de
un espeso olivar adornado por una vega repleta de campos de rubios trigales,
también con una chica de pelo color de fuego que me tararea una nana “Pajarito
que cantas” mientras me arrulla dulcemente -era lo que me repetía una y otra
vez mientras sus enormes ojos verdes se perdían pensativos en el infinito.
La
calma de aquella noche de repente se tornó ultrajada por el estrepitoso ruido
de los aviones atravesando de forma continua el firmamento presagiando que algo
estaba por suceder y devolviéndonos de manera inminente al momento presente tan
amargo que nos tocaría vivir. Las bombas empezaron a caer sobre la zona. El
caos se apoderó de nosotros mientras intentábamos resguardar a las gentes del
pueblo en los refugios subterráneos que se construyeron en la ciudad de Almería
para este fin. De repente, un artefacto cayó casi a nuestros pies despidiendo
nuestros cuerpos a varios metros de distancia. Mis oídos ensordecidos solo
alcanzaban a escuchar los gemidos de mi compañero, casi mi hermano, pidiendo
auxilio. Me quedé atrapado entre los escombros de una de las viviendas
devastadas por el ataque y el dolor que sentía en mi mano derecha era como el
de mil navajas empuñadas sobre esta. Pude arrastrarme hasta donde se encontraba
Bruno, pero sus ojos verdes ahora no brillaban de ilusión sino de resignación, la
conformidad que precedía a una partida inevitable. Lo abracé fuerte mientras mi
uniforme se teñía de color rojo con la sangre caliente que brotaba de su pecho.
-
¡Aníbal! -musito, mientras su pulso se desvanecía dando paso a una paz
absoluta.
Esas
fueron las últimas palabras que me regaló Bruno Esparteros de Haro, mi hermano
de combate.
************************
A
partir de ese momento comprendí de manera inmediata que la vivencia que el tío
Ber me contó esa tarde tenía una relación bastante estrecha conmigo por algún
motivo que desconocía. Muchas de las situaciones extrañas que me sucedían a
diario desde que nací, las pesadillas de guerra que me despertaban en las
largas noches de invierno de manera fortuita con el sonido de un enorme
estallido, el sosiego que me proporcionaba deambular por el cementerio, a pesar
de ser un lugar al que a la mayoría de la gente no le gustaba visitar, aquellos
espacios que mi mente recreaba y que describía detalladamente desde niño a mi
madre y a mí tío ahora recobraban algún sentido para mí. Lugares
que nunca conocí pero que mi subconsciente me recreaba cuando mi mente
consciente abandonaba este mundo terrenal para dar paso a un largo y reparador
sueño.
Cuando
cumplí los dieciocho años fui llamado para realizar los servicios militares en
el cuartel de reclutamiento de Almería, pero al contrario que muchos de los de
mi quinta, yo estaba emocionado con conocer aquel sitio. Imaginaba cómo sería
la inmensidad del mar y el sonido de las olas mecidas por el viento, pues los
que volvieron al pueblo después de la mili contaban que era como si en un punto
del infinito el mar Mediterráneo y el cielo azul se fusionaran en uno sólo. Durante
los dos años que permanecí realizando el servicio militar, obligado para
nosotros en aquellos años, fui el ojito derecho en el cuartel, pues aprendía
rápido, como si lo de ser soldado fuese innato en mí. En uno de los permisos
que obtuve por mi buena conducta y trabajo decidí que visitaría Vélez-Blanco y,
por supuesto, su cementerio, pues algo en mí interior me empujaba a hacerlo de
manera incontenible. Tras un día de viaje en aquel Renault 4 CV llegué por fin
a aquel pequeño pueblecito emplazado en la ladera de una montaña árida típica
de la zona, coronado en su punto más alto por el castillo de los Fajardo, el
más grande que había conocido hasta el momento, pues nunca había salido de
Begíjar hasta aquel entonces. Esa noche descansé en una posada con la intención
de visitar el camposanto al día siguiente.
Cuando
llegué al cementerio a primera hora de la mañana se podía respirar una calma
casi divina. El cielo encapotado anunciaba las lluvias previstas y tan
necesarias para el mes de abril que se aproximaba. Solo sabía el nombre del compañero
de batalla del tío Ber y no dudé en preguntar al sepulturero que rondaba entre
los pasillos repletos de cruces clavadas en la desértica tierra almeriense.
-
¡Disculpe! Estoy buscando a un amigo fallecido -le dije.
-
¡Hola, chaval! Dime su nombre y te ayudaré -me respondió sonriente.
Marcelo,
que así se llamaba, era un hombre entrado en años, con semblante risueño y cara
bonachona adornada por un hermoso y espeso bigote.
-
Bruno Espartero de Haro -le dije con orgullo, pues le tenía un cariño especial
a aquel hombre valiente al que conocía desde hace tiempo a través de mis
sueños.
-
Está en la parte antigua, junto a los fallecidos en la guerra, baja esas
escaleras y encontrarás las tumbas a la derecha -me dijo amablemente una vez
más.
Conforme
bajaba los escalones de piedra enmohecidos, mi corazón se aceleraba
desenfrenado como si quisiera escapar del pecho, pues todo para mí era
familiar. Mis sueños reveladores desde la niñez ahora se acompañaban de
sensaciones, mientras la piel erizada por la suave brisa que me acompañaba en
ese momento me confirmaba que, por algún motivo desconocido para mí, yo debía
de estar allí aquel día y en esa precisa hora. Me detuve delante de aquella cruz
de latón acompañada por una placa con una vieja inscripción emborronada por el
paso del tiempo y mi cuerpo directamente me ordenó que me inclinara ante ella,
proporcionándome a su vez una sensación de armonía absoluta. Cerré los ojos,
mientras las lágrimas calientes y descontroladas que brotaban de ellos bañaban
mi rostro gélido tímidamente.
-
¡Hola ¿Quién eres tú? ¿De qué conoces a papá? -una dulce voz femenina me hizo
salir del trance en el que me encontraba sumido.
Cuando
volví la vista hacia atrás, mis ojos pudieron contemplar a la mujer más hermosa
que estos jamás habían imaginado. Era una chica joven, más bien delgada, de
pelo largo y rubio, el cual le caía sensualmente por el hombro de una forma
delicadamente natural. Sus ojos verdes esperaban ansiosos mi respuesta.
-
Me llamo Aníbal y no conozco a tu padre. Bueno, en cierto modo, sí –titubeé.
-
Yo soy Gabriela. No conocí a mi padre pues mamá estaba embarazada cuando él
partió al frente. Vengo a visitarle cada mañana -me contestó algo triste.
Después
de un largo rato de conversación le expliqué el por qué me encontraba allí y
ella me habló largo y tendido de su familia. Salimos del cementerio y me invitó
a conocer su casa y a su madre, una señora muy agradable que amablemente me
invito a comer migas de harina, las más ricas que había saboreado en mi vida.
Volví
al cuartel tras un día fabuloso junto a una familia que ya consideraba casi
mía, renovado, con un sueño cumplido, no sin antes intercambiar la dirección
postal con Gabriela.
-
Escríbeme -le dije y me despedí de ella con dos sonoros besos en las mejillas.
Las
cartas de Gabriela eran cada vez más frecuentes. En ellas me contaba sobre su
día a día como chica de servicio en una de las casas más adineradas del pueblo.
Yo le respondía que en unos meses la llevaría conmigo a Begíjar al finalizar el
servicio militar. Y así lo hice.
Después
de recibir los santos sacramentos, Gabriela y yo unimos nuestras vidas para
siempre y vivimos un matrimonio feliz y pleno en Begíjar, en el número cinco de
la calle Esparteros. Ella ayudaba a mamá en sus labores en el cortijo del Amor
Hermoso mientras yo trabajaba como sepulturero para sustentar a la bonita
familia que pronto formamos.
¿Creéis
que todo lo que sucede durante nuestra existencia es casualidad? Desde luego,
nada en mi vida lo fue. Desde el instante en que vi la luz de esta por primera
vez, mi destino estaba unido al de Gabriela y al de Bruno. Todo tiene un por
qué, pues el murió para que yo naciera y cuidara de su pequeña. Así de
caprichosa es esa fuerza inexorable que ocurre sin un aparente por qué, así es
el destino, el que tenemos escrito cada uno de nosotros desde el primer hasta
el último día de nuestro caminar.
Me
llamo Aníbal. Nací un día de guerra en Begíjar para felicidad de mi familia
mientras en otro hogar a su vez, en un pueblecito llamado Vélez-Blanco,
lloraban la triste pérdida de su ser más querido. Solo los designios de Dios
saben porque ocurren las cosas. Mi conclusión es que todo lo malo por
inentendible o difícil que parezca en el momento, trae tras de sí algo bueno
para nosotros. Sólo es cuestión de esperar las respuestas con paciencia y
aceptación pues entender se hace imposible en algunas situaciones.
*****************************
Aníbal
y Gabriela vivieron una vida longeva y feliz, sin muchas comodidades eso sí,
pero con la certeza de que disfrutaron cada minuto de las pequeñas alegrías que
ésta les ofreció cada día, pues pienso que a veces no se necesita de mucho para
ser afortunado: es cuestión de mirar alrededor y entender que la dicha se
encuentra en el modo en el que miramos la vida y en lo básico que ésta nos
brinda.
Si alguna vez paseáis por el cementerio de Begíjar, podéis visitar el lugar donde sus cuerpos reposan eternamente junto a un epitafio que dice: “Si vienes a visitarme aquí, mira al cielo y reza por mí”. Rezad y alzad la vista al firmamento, pues algún que otro “Pajarillo” siempre los acompaña.
Pilar Pérez Cuevas, septiembre de 2023
Relato con el que participo en el II Certamen Literario Patrocinio de Biedma, Begíjar.



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