domingo, 24 de septiembre de 2023

 

Título: TIEMPOS DE ESPINAS Y ROSAS

 

Seudónimo: Pajarillo soñador

 

Begíjar, 31 de mayo de 1937

Los primeros rayos tenues que el alba anunciaba parían con tremenda fatiga un nuevo amanecer sobre el pueblo. Pareciera que el sol, algo tembloroso, tuviese miedo de asomar su cálido rostro hacia la cruda realidad a la que le tocaba enfrentarse y, pudoroso, se escondía entre los borreguitos que adornaban el cielo aquella desagradable mañana. La noche que le había precedido había sido bastante agitada, pues el constante y ensordecedor ruido de los aviones sobrevolando el valle del Guadalquivir, acompañados por el sonido que producían los impactos de granada sobre los campos cercanos convirtieron la velada en una vigilia de oscuridad, miedo e incertidumbre total.

Me llamo Aníbal. Nací en una lúgubre madrugada de mayo en un bonito pueblo de casas pintadas con cal blanca, enclavado en el corazón de la provincia de Jaén, llamado Begíjar. Nadie elige cómo, cuándo ni de qué manera aterrizar en el mundo de los mortales al que llamamos vida. Yo lo hice entre llantos de espanto y alguna que otra sonrisa de felicidad bajo el arrullo de una canción de cuna algo inadecuada para un neonato.

Los dos primeros años de mi supervivencia no fueron para nada fáciles, pues el suministro alimenticio escaseaba y las deficientes condiciones sanitaras a las que nos enfrentábamos no ayudaban demasiado. Nuestros cultivos se aquejaban de la desolación y las heridas que a su paso dejaba la guerra que nos azotaba con cruel dureza. La hambruna se hacía presente, pero mamá siempre fue una luchadora y cada vez que en mi cara se dibujaban las huellas de ésta, ella me arrullaba para proporcionarme calor y ofrecerme un chupetón de leche calentita. Aunque la mayoría de las veces me quedaba con apetito, el cariño y el amor que me transmitía hacían que la situación fuese más llevadera. Aún recuerdo sus manos suaves acariciando mi pequeña cabeza mientras musitaba mi nana preferida “Pajarito que cantas” y me susurraba al oído “siempre serás mi guerrero” (curiosamente ése era mi primer apellido y Medina el que heredé de mamá, aunque todos me llamaban “Pajarillo”).

Viví mi infancia en el cortijo del Amor Hermoso, ya que mi madre se encargaba de mantener limpio y ordenado aquel maravilloso lugar de paso, donde los muleros paraban a descansar a la subida de Posadas Ricas y daban de beber agua a los pobres animales que sedientos sumergían sus hocicos en los abrevaderos hasta saciarse. Yo desde pequeño ayudaba a mi tío Bernardo con las ovejas en el corralón en el que trabajaba como pastor, al lado del cementerio, y me encargaba de la apertura y cierre de éste, además de realizar los trabajos propios de un enterrador a pesar de mi corta edad. El tío Ber, como cariñosamente le llamábamos, era el menor de los hermanos de mi padre y vivió la guerra muy de cerca ya que fue reclutado para luchar en el frente cuando apenas contaba con diecinueve años. A mí me gustaba escuchar las batallas que, con orgullo y énfasis, me relataba cada tarde mientras los herbívoros pastaban a sus anchas por las eras.

Aquella tarde de principios de marzo, la cálida brisa nos acariciaba el rostro con sutileza mientras descansábamos a los pies de un olivo. Entre tanto, las ovejas realizaban su paseo rutinario.

- Tío, cuéntame esa historia de guerra de la que papá nunca ha querido que me hables. Creo que ya tengo edad suficiente, ¿no crees? ¿Cómo perdiste tu mano? -no os lo dije, pero desde que tengo uso de razón recuerdo a mi querido tío sin uno de sus miembros superiores, aunque esa herida de guerra nunca le haya impedido realizar con favorable éxito todos sus quehaceres.

- Querido Pajarillo: pronto cumplirás los dieciocho años; prometí a tu padre que no lo haría hasta que llegara ese momento, pero considero que ya estás preparado para escucharla -me respondió para mi sorpresa, pues ya lo había intentado fallidamente en numerosas ocasiones.

Entramos al cementerio y, mientras caminábamos por el camposanto revisando que no quedase nadie en el interior tío Ber, comenzó a relatarme “la historia de un begijeño en la guerra”, algo que sin lugar a dudas cambiaría mi futuro para siempre.

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Almería, 31 de mayo de 1937 “El gran bombardeo de Almería”

Bruno y yo nos conocimos en el frente, pues el destino tenía para nosotros designada esa pesada y forzosa cruz. Pese a que no eran las circunstancias más favorables para que brotase ningún tipo de sentimiento de amistad alrededor de nosotros, esa conexión que tuvimos desde el primer día nos hacía sentirnos un poco más fuertes para sobrevivir a la miseria y caos que nos rodeaba.

Aquella madrugada se presentaba tranquila: la quietud de la noche junto al manto de un cielo estrellado que anunciaba la llegada prematura de un verano inaplazable eran nuestra compañía durante la vigilancia nocturna.

Bruno me hablaba constantemente de su familia y de todos los proyectos que tenía en mente realizar junto a ellos cuanto volviera a casa en Vélez-Blanco, un bonito pueblo de interior situado en la provincia de Almería. Me entretenían sus historias del más allá, las cuales siempre escuchaba con el máximo respeto, pues mi amigo, que de profesión era enterrador del pueblo, amenizaba las largas jornadas de vigilia mientras yo le contaba de mi pueblo Begíjar, del encanto de sus calles empedradas y mágicas, de las tardes de verano y de mis hazañas de niño junto a los amigos, de cuando decidimos meternos a monaguillos de la parroquia de Santiago Apóstol para bebernos el vino de la consagración sin que el padre Orestes ni siquiera lo sospechase.

- Es curioso Ber. Siento como si conociese tu pueblo de toda la vida; desde niño sueño con un lugar parecido al que describes como tu hogar: un majestuoso cortijo blanco que se alza al cielo azul como un poderoso gigante en medio de un espeso olivar adornado por una vega repleta de campos de rubios trigales, también con una chica de pelo color de fuego que me tararea una nana “Pajarito que cantas” mientras me arrulla dulcemente -era lo que me repetía una y otra vez mientras sus enormes ojos verdes se perdían pensativos en el infinito.

La calma de aquella noche de repente se tornó ultrajada por el estrepitoso ruido de los aviones atravesando de forma continua el firmamento presagiando que algo estaba por suceder y devolviéndonos de manera inminente al momento presente tan amargo que nos tocaría vivir. Las bombas empezaron a caer sobre la zona. El caos se apoderó de nosotros mientras intentábamos resguardar a las gentes del pueblo en los refugios subterráneos que se construyeron en la ciudad de Almería para este fin. De repente, un artefacto cayó casi a nuestros pies despidiendo nuestros cuerpos a varios metros de distancia. Mis oídos ensordecidos solo alcanzaban a escuchar los gemidos de mi compañero, casi mi hermano, pidiendo auxilio. Me quedé atrapado entre los escombros de una de las viviendas devastadas por el ataque y el dolor que sentía en mi mano derecha era como el de mil navajas empuñadas sobre esta. Pude arrastrarme hasta donde se encontraba Bruno, pero sus ojos verdes ahora no brillaban de ilusión sino de resignación, la conformidad que precedía a una partida inevitable. Lo abracé fuerte mientras mi uniforme se teñía de color rojo con la sangre caliente que brotaba de su pecho.

- ¡Aníbal! -musito, mientras su pulso se desvanecía dando paso a una paz absoluta.

Esas fueron las últimas palabras que me regaló Bruno Esparteros de Haro, mi hermano de combate.

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A partir de ese momento comprendí de manera inmediata que la vivencia que el tío Ber me contó esa tarde tenía una relación bastante estrecha conmigo por algún motivo que desconocía. Muchas de las situaciones extrañas que me sucedían a diario desde que nací, las pesadillas de guerra que me despertaban en las largas noches de invierno de manera fortuita con el sonido de un enorme estallido, el sosiego que me proporcionaba deambular por el cementerio, a pesar de ser un lugar al que a la mayoría de la gente no le gustaba visitar, aquellos espacios que mi mente recreaba y que describía detalladamente desde niño a mi madre y a mí tío ahora recobraban algún sentido para mí. Lugares que nunca conocí pero que mi subconsciente me recreaba cuando mi mente consciente abandonaba este mundo terrenal para dar paso a un largo y reparador sueño.

Cuando cumplí los dieciocho años fui llamado para realizar los servicios militares en el cuartel de reclutamiento de Almería, pero al contrario que muchos de los de mi quinta, yo estaba emocionado con conocer aquel sitio. Imaginaba cómo sería la inmensidad del mar y el sonido de las olas mecidas por el viento, pues los que volvieron al pueblo después de la mili contaban que era como si en un punto del infinito el mar Mediterráneo y el cielo azul se fusionaran en uno sólo. Durante los dos años que permanecí realizando el servicio militar, obligado para nosotros en aquellos años, fui el ojito derecho en el cuartel, pues aprendía rápido, como si lo de ser soldado fuese innato en mí. En uno de los permisos que obtuve por mi buena conducta y trabajo decidí que visitaría Vélez-Blanco y, por supuesto, su cementerio, pues algo en mí interior me empujaba a hacerlo de manera incontenible. Tras un día de viaje en aquel Renault 4 CV llegué por fin a aquel pequeño pueblecito emplazado en la ladera de una montaña árida típica de la zona, coronado en su punto más alto por el castillo de los Fajardo, el más grande que había conocido hasta el momento, pues nunca había salido de Begíjar hasta aquel entonces. Esa noche descansé en una posada con la intención de visitar el camposanto al día siguiente.

Cuando llegué al cementerio a primera hora de la mañana se podía respirar una calma casi divina. El cielo encapotado anunciaba las lluvias previstas y tan necesarias para el mes de abril que se aproximaba. Solo sabía el nombre del compañero de batalla del tío Ber y no dudé en preguntar al sepulturero que rondaba entre los pasillos repletos de cruces clavadas en la desértica tierra almeriense.

- ¡Disculpe! Estoy buscando a un amigo fallecido -le dije.

- ¡Hola, chaval! Dime su nombre y te ayudaré -me respondió sonriente.

Marcelo, que así se llamaba, era un hombre entrado en años, con semblante risueño y cara bonachona adornada por un hermoso y espeso bigote.

- Bruno Espartero de Haro -le dije con orgullo, pues le tenía un cariño especial a aquel hombre valiente al que conocía desde hace tiempo a través de mis sueños.

- Está en la parte antigua, junto a los fallecidos en la guerra, baja esas escaleras y encontrarás las tumbas a la derecha -me dijo amablemente una vez más.

Conforme bajaba los escalones de piedra enmohecidos, mi corazón se aceleraba desenfrenado como si quisiera escapar del pecho, pues todo para mí era familiar. Mis sueños reveladores desde la niñez ahora se acompañaban de sensaciones, mientras la piel erizada por la suave brisa que me acompañaba en ese momento me confirmaba que, por algún motivo desconocido para mí, yo debía de estar allí aquel día y en esa precisa hora. Me detuve delante de aquella cruz de latón acompañada por una placa con una vieja inscripción emborronada por el paso del tiempo y mi cuerpo directamente me ordenó que me inclinara ante ella, proporcionándome a su vez una sensación de armonía absoluta. Cerré los ojos, mientras las lágrimas calientes y descontroladas que brotaban de ellos bañaban mi rostro gélido tímidamente.

- ¡Hola ¿Quién eres tú? ¿De qué conoces a papá? -una dulce voz femenina me hizo salir del trance en el que me encontraba sumido.

Cuando volví la vista hacia atrás, mis ojos pudieron contemplar a la mujer más hermosa que estos jamás habían imaginado. Era una chica joven, más bien delgada, de pelo largo y rubio, el cual le caía sensualmente por el hombro de una forma delicadamente natural. Sus ojos verdes esperaban ansiosos mi respuesta.

- Me llamo Aníbal y no conozco a tu padre. Bueno, en cierto modo, sí –titubeé.

- Yo soy Gabriela. No conocí a mi padre pues mamá estaba embarazada cuando él partió al frente. Vengo a visitarle cada mañana -me contestó algo triste.

Después de un largo rato de conversación le expliqué el por qué me encontraba allí y ella me habló largo y tendido de su familia. Salimos del cementerio y me invitó a conocer su casa y a su madre, una señora muy agradable que amablemente me invito a comer migas de harina, las más ricas que había saboreado en mi vida.

Volví al cuartel tras un día fabuloso junto a una familia que ya consideraba casi mía, renovado, con un sueño cumplido, no sin antes intercambiar la dirección postal con Gabriela.

- Escríbeme -le dije y me despedí de ella con dos sonoros besos en las mejillas.

Las cartas de Gabriela eran cada vez más frecuentes. En ellas me contaba sobre su día a día como chica de servicio en una de las casas más adineradas del pueblo. Yo le respondía que en unos meses la llevaría conmigo a Begíjar al finalizar el servicio militar. Y así lo hice.

Después de recibir los santos sacramentos, Gabriela y yo unimos nuestras vidas para siempre y vivimos un matrimonio feliz y pleno en Begíjar, en el número cinco de la calle Esparteros. Ella ayudaba a mamá en sus labores en el cortijo del Amor Hermoso mientras yo trabajaba como sepulturero para sustentar a la bonita familia que pronto formamos.

¿Creéis que todo lo que sucede durante nuestra existencia es casualidad? Desde luego, nada en mi vida lo fue. Desde el instante en que vi la luz de esta por primera vez, mi destino estaba unido al de Gabriela y al de Bruno. Todo tiene un por qué, pues el murió para que yo naciera y cuidara de su pequeña. Así de caprichosa es esa fuerza inexorable que ocurre sin un aparente por qué, así es el destino, el que tenemos escrito cada uno de nosotros desde el primer hasta el último día de nuestro caminar.

Me llamo Aníbal. Nací un día de guerra en Begíjar para felicidad de mi familia mientras en otro hogar a su vez, en un pueblecito llamado Vélez-Blanco, lloraban la triste pérdida de su ser más querido. Solo los designios de Dios saben porque ocurren las cosas. Mi conclusión es que todo lo malo por inentendible o difícil que parezca en el momento, trae tras de sí algo bueno para nosotros. Sólo es cuestión de esperar las respuestas con paciencia y aceptación pues entender se hace imposible en algunas situaciones.

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Aníbal y Gabriela vivieron una vida longeva y feliz, sin muchas comodidades eso sí, pero con la certeza de que disfrutaron cada minuto de las pequeñas alegrías que ésta les ofreció cada día, pues pienso que a veces no se necesita de mucho para ser afortunado: es cuestión de mirar alrededor y entender que la dicha se encuentra en el modo en el que miramos la vida y en lo básico que ésta nos brinda.

Si alguna vez paseáis por el cementerio de Begíjar, podéis visitar el lugar donde sus cuerpos reposan eternamente junto a un epitafio que dice: “Si vienes a visitarme aquí, mira al cielo y reza por mí”. Rezad y alzad la vista al firmamento, pues algún que otro “Pajarillo” siempre los acompaña.


Pilar Pérez Cuevas, septiembre de 2023 

Relato con el que participo en el II Certamen Literario Patrocinio de Biedma, Begíjar.














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