viernes, 30 de diciembre de 2022

 

 

Título: RECUERDOS DE UNA SUTIL MELODÍA.

Seudónimo: Paula.

 

Aquella tarde de finales de septiembre de 1991 era más bien fresca. Las nubes amenazantes formaban un gran tapiz de color grisáceo que se extendía por todo el cielo y las pequeñas ráfagas de viento mecían de un lado a otro las hojas que los árboles del paseo Doctor Revuelta, lloraban durante el otoño. Me gustaba contemplar los colores con que se vestía Begíjar en esa época del año. Era una gozada para mí. Caminar por las callejuelas estrechas de mi bonito pueblo, más aún cuando estaban solitarias. Siempre hacía la misma ruta al salir del colegio, antes de llegar a casa: caminaba tranquilamente por detrás de la iglesia de Santiago Apóstol y tomaba la calle Patrocinio de Biedma. Aquel día estaba especialmente desierta. Los vecinos se encontraban recogidos en sus casas con las hogueras encendidas (lo intuía porque podía ver escapar de las chimeneas el humo negro que se dispersaba en el ambiente de manera lenta, contoneándose en el cielo hasta que se fundía en el infinito y regalándole, así, a mi sentido del olfato, una sensación de calidez y bienestar inexplicables, haciéndome disfrutar del olor a leña quemada que dejaba a su paso). El cielo amenazaba lluvia inminente, pero eso a mí no me importaba; quería estar bien cuando llegara a casa esa tarde y que mis padres no se dieran cuenta de que me sentía mal. La única manera de asimilar todo era caminar a solas con mis pensamientos. Tomé rumbo por la calle de “en medio” (popularmente se le conoce así pero su nombre real es Juan Villa) y me dejé caer en uno de los escalones, en el número seis, concretamente.

Últimamente no me va muy bien en clase. Aquel día, a la salida, un grupo de niños se burlaba de mis gafas. Esas cosas me daban igual ya que eran a diario, así que había llegado al punto de normalizar la situación. Realmente, y por aquel entonces, pensaba que era lo mejor que podía hacer. Aunque contaba con apenas doce años considero que tenía una actitud de madurez algo adelantada para mi edad y eso es lo que me ayudaba a sobrevivir en la jungla en la que se convertía el patio del colegio cada recreo. Lo que peor llevaba era cuando teníamos que hacer trabajos en grupo y veía como todos los niños y niñas se emparejaban según sus prioridades y gustos; yo, por supuesto, siempre quedaba excluida de sus rangos de preferencias. Menos mal que contaba con mi amigo Jesús que, a cada rato, estaba pendiente de mí e intentaba integrarme dentro de su equipo de trabajo. Él me proporcionaba las ganas de seguir adelante y me hacía los días más llevaderos. Jesús era un buen niño. Éramos de la misma edad y nos estábamos criando juntos en un barrio situado a las afueras del pueblo, rodeados de naturaleza y animales. Los dos compartíamos una gran pasión por ambas cosas. Era relajante ver pasear los rebaños de ovejas al caer la tarde por los verdes olivares del camino del vertedero mientras pastaban tranquilamente, haciendo cosas de ovejas, básicamente, nada del otro mundo en realidad, pero a nosotros eso de estar tirados en mitad de las olivas cuando terminábamos de hacer las tareas diarias, nos daba la vida.

Estaba pensando en las ovejas con la cabeza entre mis manos y con el propósito de encontrar algo de paz y sosiego en mi interior cuando escuché el ruido de una bicicleta. Era un modelo GAC, de color rojo brillante, que derrapó delante de mis narices.

- ¡Hola! ¡Soy Mario! - me dijo.

Levanté la cabeza y lo miré fijamente. La mente me estaba jugando una mala pasada:  tenía cara de oveja. Me froté fuertemente los ojos, abriéndolos y cerrándolos un par de veces, y volví a mirar a aquel chaval que se encontraba enfrente de mí, mudo y expectante.

- ¡Hola! ¡Soy Paula! ¿Tú de dónde has salido? ¿Nunca te he visto por aquí? – le respondí.

Me dijo que no vivía en Begíjar, pero llevaba aquí unos días con sus padres. Era de un pueblo de Córdoba, me observaba pasear por su calle cada tarde y siempre veía como acababa en ese escalón, tapando mi cara con las manos. Sentía curiosidad y me preguntó si tenía algún problema.

Me miraba fijamente, sin vacilar, clavando sobre mi estampa de niña asustada sus dos enormes ojos negros, inmensos e impenetrables tanto como la noche oscura.

- ¿Y tú qué haces que no estás en el cole? - pregunté para evadirme momentáneamente del interrogante tan incómodo que aquel desconocido me acababa de plantear.

- Es festivo en mi pueblo, tengo familia aquí y mis padres aprovechan para visitarla durante los puentes y vacaciones. Vivo ahí en el número uno, en la planta baja – me contestó.

Mientras me contaba cual era el motivo por el que estaba esos días en el pueblo señalaba con el dedo índice la puerta de aquel caserón de dos plantas, con fachada de piedra y una puerta de madera oscura y grande, tanto como sus hipnóticos ojos negros.

- ¡Qué curioso! Paseo mucho por aquí y nunca te encontré – le contesté.

- Pues hoy no hace tarde de pasear. Mira el cielo: parece que va a escupir litros de agua de un momento a otro. ¿Para dónde ibas Paula? - me preguntó.

- Parece que eres un poco curioso, ¿verdad? Pero te contestaré si es que tan interesado estás: acabo de salir de clases y no tengo ganas de irme para casa, por lo que seguiré dando un paseo. Me da igual la lluvia – dije en tono algo pasota.

- ¡Te acompaño! Espera que dejo la bicicleta en casa y cojo un paraguas - me abordó sin darme la opción de dudar en mi respuesta y, mientras pronunciaba la última palabra de manera apresurada, empezó a pedalear fuerte cuesta arriba.

A los pocos minutos salía calle abajo de la enorme casa, corriendo veloz como una gacela, mientras sujetaba en sus manos un paraguas y cargaba a sus espaldas una pequeña mochila.

Callejeamos en silencio durante un rato, uno al lado del otro, rumbo al camino de Cuadros. Este camino es un sendero que se encuentra situado a las afueras del pueblo, cruzando el barrio de El Ejido y la majestuosa fuente que lo adorna. La fuente siempre estaba llena de peces y a mí me encantaba acercarme a ella para darles de comer el pan que me sobraba del bocadillo de la merienda. Cada vez que podía me relajaba observándolos pacientemente mientras nadaban con sus movimientos señoriales y sincronizados como si fueran un coro de bailarinas en plena actuación. Cuadros no es un camino cualquiera, os lo puedo asegurar. Es como si fuera sacado de un cuento encantado. De hecho, cuando caminaba por allí en primavera a la caída del ocaso, imaginaba a pequeñas hadas saltarinas zambullendo sus alas brillantes entre las campanitas que florecían a los pies de éste.

Mario no paraba de charlar. Era un chico inquieto y vivaracho, para nada tímido; yo tampoco lo era, pero las circunstancias en mi vida de niña de doce años apartada por los demás me obligaban a cerrarme a las personas, a llevar mi caparazón a cuestas las veinticuatro horas del día, un hándicap que cada vez pesaba más sobre mi aún pequeño cuerpo.

Mientras me contaba historias de sus amigos en el pueblo los ojos se le iluminaban cuan dos estrellitas brillantes chisporroteando en el firmamento. Más tarde llegó la sesión de chistes y yo no podía parar de reír junto a aquel pequeñajo flacucho que movía las manos de manera frenética y daba saltos de una parte a otra como una cabra montesa (parecía un muñequito de esos a pilas, aunque aquella tarde las llevaba de doble carga). Entre risas y anécdotas llegamos al final del trayecto casi sin darnos cuenta. Desde ese lugar se podía contemplar la carretera que va desde la fuente del Piojo hasta Lupión. Él estaba feliz (parecía un escalador cuando culmina la cima de una montaña tras varias jornadas de esfuerzo y sacrificio).

- ¡Hemos llegado a la cumbre! - gritaba entusiasmado mientras clavaba una pestuga verde en la tierra con el énfasis de los ganadores.

Abrió la mochila que llevaba a la espalda y, para mi sorpresa, sacó una cámara de fotos de esas que sacan la foto al instante. Yo lo miraba alucinada bajo mis gafas de pasta color rosa ya que nunca había tenido una cámara de fotos y jamás había visto algo tan sofisticado en mi vida.

- ¡Ven! Nos echaremos una foto antes de que se ponga a llover. Me gusta tener recuerdos de mis aventuras, ¡corre! - me gritaba alborotado, mientras agitaba sus brazos delgaduchos en el aire como un pajarillo cuando aletea intentando volar.

- ¡Un, dos, tres, sonríe! – me repetía, mientras sus pequeños dedos hacían cosquillas sobre mi barriga.

Os prometo que no me había reído así en mi vida; me desternillaba sin control. Entonces, comencé a despeinarle el pelo castaño hasta revolvérselo por completo a modo de represalia.

- ¡Pareces una gallina! - le dije en tono burlón.

Los dos rompimos a reír a mandíbula batiente mientras la cámara apoyada en el tronco retorcido de una vieja oliva recogía la instantánea de manera inmediata. De repente, minúsculas gotas de agua empezaron a rodar en la atmósfera, resbalándose por nuestras caras que cada vez se encontraba más humedecidas y heladas. Y abrió el paraguas.

- ¡Ven, Paula! ¡Te estas mojando! - me decía mientras hacía el gesto de llamada con sus manos para que me acercara a él.

Corrí a su resguardo. Me sentía segura a su lado: los dos bajo aquel paraguas color oscuro, tanto como el cielo de aquella tarde, tanto como sus ojos, tanto como mi triste corazón. La magia del momento se rompió cuando un trueno ensordecedor hizo acto de presencia seguido de una luz destellante que iluminó todo el firmamento vertiendo sobre nosotros miles de gotas furiosas y camicaces que morían sobre la frágil tela que cubría nuestras pequeñas cabezas.

A mí me produce un enorme espanto cuando la tormenta irrumpe arrolladora con su furia desbocada sobre nuestro planeta tierra. Siento que es como si los dioses se encontraran enfadados con la humanidad y mostraran a esta su cara más desagradable. Es de las pocas cosas que aún no puedo controlar. Sin embargo, en ese momento, sentía su abrigo, su calor y su brazo protector que me acurrucaba contra su hombro de manera cariñosa. En ese momento yo era como un pollito mojado que buscaba el ala de su mamá, su seguridad y cariño. Lo necesitaba, es más, lo necesitaba desde hace mucho tiempo y con mucha más intensidad aquella tarde.

Era triste no sentir el abrazo verdadero de alguien cuando más falta hacía, pero inesperadamente la vida que es caprichosa me regalaba como por arte de magia, de manera fortuita y sin premeditación, todo lo que yo no conocía hasta aquel momento y me sentía bien, me sentía inmensamente bien.

- ¡No tiembles, no pasa nada! Es solo agua y nosotros no somos de azúcar - me decía para tranquilizarme mientras yo tiritaba, no de frío si no de pánico.

- No eres tan valiente como me quisiste demostrar cuando nos conocimos hace un rato. Decías que te daba igual la lluvia y mírate, ¿qué tal si hubieses venido a pasear sola como querías? ¡Soy tu salvador! ¡Me debes la vida! – dijo en tono chulesco.

Aún en aquellas circunstancias, con las zapatillas de deporte caladas hasta las rodillas y el barro resbalando en mis suelas dificultando el caminar, y más aún, con un medio ataque de pánico en mi organismo, Mario me hacía sonreír y había convertido una de las tardes más triste de mi vida en una maravillosa experiencia llena de momentos de locura y felicidad.

Llegamos a la puerta de su casa a duras penas, totalmente exhaustos y empapados como una sopa de magdalena de las que moja mi abuela María en el tazón de leche con Nescafé por las mañanas.

- Entra a casa. Mis padres no están. Salieron a visitar a mis tíos y yo sé lo que se demoran ese tipo de visitas, por eso le dije a mamá que me sentía mal del estómago y que no iba a poder acompañarlos, que me disculparan con ellos – me decía, mientras me guiñaba uno de sus hermosos ojos, seguido de una sonrisa picarona que se dibujaba en su cara de niño travieso de doce años que sabe que está haciendo algo inadecuado, pero que aun así no puede resistirse a cometer tan dulce e irresistible maldad.

Yo acepté al instante. No estaba en condiciones de exigir nada más, congelada de frío y con la tormenta en pleno apogeo azotando fuerte con su despiadado cólera sobre mí. Era inaceptable y prácticamente imposible que volviera sana y salva a casa, no en esas circunstancias.

Entramos a la sala, era una estancia amplia, pintada con colores suaves bajo un manto de gotelé que cubría todas sus paredes, dos sillones, un sofá de tres piezas en color dorado, una pequeña mesa camilla y un piano enorme completaban la escena. Inmediatamente me trajo una manta. Era de cuadros de varias tonalidades de rojo con verde y la agradecí enormemente (el calor que me proporcionaba en ese momento era una necesidad más que un gusto). Cuando me di la vuelta para ver donde estaba, Mario había desaparecido. Me senté en uno de los sillones con cuidado de no manchar demasiado mientras lo esperaba y cuál fue mi sorpresa cuando lo vi aparecer por la puerta con un pijama de aviones de todos los colores. Se veía gracioso y aún más delgado al quitarse la ropa de abrigo. Le sonreí.

- ¿Quieres tomar un poco de chocolate caliente? No me puedes decir que no porque lo acabo de preparar y como me lo tenga que comer todo yo, al final conseguirás que me duela el estómago de verdad (más que un ofrecimiento aquello era una orden).

- ¡Señor, sí, señor! - contesté chistosa mientras ponía la mano sobre mi frente en señal de aceptación y de cumplimiento de mi deber. Sonrió (lo hacía bonito, dulce).

- ¿Y ese piano? - pregunté curiosa.

- Pues él es mi compañero de viaje siempre, Paula. Estudio clases de piano por las tardes en mi pueblo. Me encanta acariciar sus delicadas teclas suavemente, me relaja y me hace olvidarme de todas las cosas negativas. La música deja atrás cualquier sentimiento de tristeza, de desánimo, de apatía. La música es mi locura por eso tengo aquí este piano, no puedo pasar un día sin tocarlo.

Yo lo miraba boquiabierta mientras me contaba todos los proyectos en los que participaba en la escuela de música, en tanto en cuanto que me tomaba a sorbitos pequeños aquel chocolate Paladín saboreándolo poco a poco.

- ¿Y vas a tocarme alguna pieza? La verdad no te veo ahí sentado, quieto durante más de un minuto. Me he dado cuenta de que no paras ni un segundo. ¡Eres un chico muy inquieto! - le dije.

No contestó a mi pregunta, simplemente prosiguió caminando hasta el piano despacio con sus zapatillas de estar en casa y, al llegar a la altura de este, descubrió delicadamente la enorme tapa color negro brillante que lo arropaba dejando ver frente a mis ojos una hilera de teclas blancas y negras, ordenadas escrupulosamente en fila, mudas, silenciosas e impolutas que esperaban pacientemente a ser acariciadas por aquellos pequeños dedos de uñas mordidas. Tomó asiento en el taburete dispuesto para tal fin, acomodó una partitura con notas musicales imposibles de leer para mí en aquel momento, cerró los ojos y respiró hondo. Yo miraba ensimismada la escena (dicen que cuando se hace un silencio sepulcral en cualquier situación es porque ha pasado un ángel; pues bien, aquel ángel estaba sin duda sentado frente a mí, dispuesto a hacer magia con sus manos).

Empezó a sonar la melodía de la canción “Strangers in the Night” haciendo que todo el vello de mi cuerpo se erizara sin control. La música envolvía cada rincón de la habitación, cada nota que bailaba en el aire me acariciaba la piel de manera tenue y bonita haciéndome experimentar sensaciones de bienestar y de paz que jamás había apreciado a tales niveles. Me hubiera gustado que esa pieza hubiese sido eterna, dormir en ella, vivir en ella, sentirme protegida en ella, pero terminó demasiado pronto para mí, inevitablemente. Yo aplaudía vigorosamente con los ojos envueltos en lágrimas que estaban a punto de brotar descontroladas como dos pequeños riachuelos tras la lluvia en primavera. Simplemente me sentía emocionada ante tal maravilla.

- ¡Gracias, Paula! Espero que te haya gustado; no es mi mejor versión, pero la interpreté con mucho cariño. Sentí que necesitabas algo así, ¿me equivoco? ¿Me vas a contar ahora lo que te pasa? - me preguntó.

Era bastante directo y yo había estado esquivando la conversación toda la tarde. En ese momento mis ojos rompieron en lágrimas, pero aquel chico flacucho que apareció esa tarde de otoño frente a mis narices me dotó del valor necesario para manifestar con palabras, algo atropelladas, todo lo acontecido en mi vida últimamente. Volqué completamente sobre él los miedos, las dudas y la incertidumbre que se cernían sobre mi persona, abriéndome totalmente ante sus oídos receptivos. Llevaba un tiempo intentando soltarlo todo, sacar la basura fuera (como se dice popularmente) los continuos malos tratos psicológicos por parte de algunas personas que me rodeaban dentro mi ámbito social, habían conseguido crear sobre mí un caparazón parecido al de las tortugas, un escudo protector ideal para esconder la cabeza en situaciones que no sabía resolver en mi día a día.

Mario aquella tarde me hizo comprender que, al igual que las maravillosas tortugas, yo era un ser extraordinario. Me contó que estas simbolizan longevidad, fertilidad y fortaleza, a pesar de su lento andar por el mundo y que yo le recordaba mucho a una de ellas, que haría cosas grandes y que contaba con un escudo del que quizá debería desprenderme en algunas situaciones para dejar entrar a ciertas personas con corazón bondadoso en mi interior, como hice aquella tarde con él, por ejemplo.

El tiempo pasó, pero todo era distinto desde aquella tarde para mí. Tras aquel encuentro casual, que terminó en una charla de amigos, aprendí a darle a las situaciones y a las personas la importancia que tenían en cada momento, y fui más feliz porque motivos para serlo no me faltaban, simplemente debía de centrarme en las cosas positivas, bonitas y verdaderas que la vida me ofrecía y no tanto en lo negativo que me hacía tanto daño. Así cuando de manera ineludible lo malo se adentraba en mi ser, escuchaba música, cerraba los ojos y dejaba que esta me reiniciara desde la punta del cabello hasta las uñas de los pies (la música para mí se convirtió en una energía sanadora y reparadora, algo sin lo que ya no sabría vivir).

Mario volvió a Begíjar por Navidad. Habíamos quedado en avisarnos para volver a vernos en las próximas vacaciones. Nuestro buzón de comunicación, por así decirlo, era la vieja persiana color verde ocre del número seis de la calle de “en medio”. Allí siempre nos dejábamos cartas de despedida tras nuestros encuentros que más bien eran cortos, así los sentía yo, porque junto a él el tiempo pasaba volando y la risa y el buen rollo nunca faltaban.

Para los días festivos de Navidad, aprovechando que estos eran un poquito más largos que cualquier fin de semana de los que Mario pasaba en Begíjar, había planeado enseñarle los sitios de juego que compartía con mi amigo Jesús y el pueblo, ya que él apenas tenía relación con muchas personas en sus retiros vacacionales en el lugar.

Paseaba por su calle a menudo, como de costumbre, y me sentaba en el escalón a solas mientras contemplaba la majestuosidad de aquella casa que se alzaba en el firmamento como un gigante de piedra casi rozando las nubes. Aquella tarde, de finales de diciembre, dejé una carta bajo la persiana con la fiel esperanza de que Mario la pudiera leer pronto. Pasaron varios días hasta que recibí contestación y, como siempre, me sorprendió el contenido de aquel escrito realizado en papel de libreta a rayas: “Ven a misa el domingo; te gustará. Te espero allí, Mario.” ¿A misa? ¿En serio? Me dejó con la intriga a flor de piel, ya que lo último que esperaba desde luego es que me invitara a escuchar una aburrida misa de domingo.

Aquel domingo el sol brillaba radiante sobre la plaza de la Constitución. La enorme torre de la Parroquia de Santiago Apóstol se alzaba imponente sobre las alturas, desafiando al viento y al paso de los años. Mientras bajaba la calle abajo, aproximándome a ella, imaginaba cuantas generaciones anteriores habían visitado aquel edificio señorial, de cuantos besos de enamorados había sido testigo la torre, cuantos secretos se habrían contado tras la puerta falsa por la que se accedía desde la parte de atrás o cuantos matrimonios, bautizos y funerales se habían celebrado en ella durante el paso de los siglos, ¿de cuántas sonrisas en momentos felices y de cuántas lágrimas y agonía en momentos tristes habría sido testigo directa? A veces, aún me lo pregunto y me gustaría poder charlar con ella largo y tendido como si fuera una amiga con la que quedas para tomar café, sin prisa, para que me convirtiera en conocedora de toda la sabiduría que se esconden tras sus enormes y centenarias piedras.

Entré en la Parroquia despacio, sorteando el enorme escalón de la puerta principal. Ya eran casi las doce y la gente se apresuraba a acceder al interior para escuchar el Evangelio del domingo. No conseguía divisar a Mario por ninguna parte (mi mirada escrutaba cada uno de los hermosos bancos de madera que la Parroquia albergaba en su interior, forrados de terciopelo rojo en sus pies y ahora llenos de personas que esperaban el Evangelio). ¿Dónde estaba? Tomé asiento, más o menos a la mitad, en la esquina de uno de los bancos y esperé paciente su llegada. ¿Vendría? - me preguntaba.

El sacerdote hizo acto de presencia antes que él (no lo podía creer). Yo soy muy impaciente, también muy puntual, y me molestaba enormemente que no hubiese acudido a la cita que él mismo me había propuesto de manera misteriosa. ¿Dónde estaría? ¡Se iba a enterar cuando lo volviera a ver! ¡Maldito flacucho mentiroso!

Y así me encontraba, sumida en mis pensamientos de enojo, cuando comenzó a sonar una melodía suave y envolvente que hizo estremecerse a todos los feligreses. Era un piano y sonaba muy dulce, sorprendentemente encantador y familiar para mí. Volví la cara ante el estímulo, a modo de reacción, y lo pude contemplar. Estaba sentando en la banqueta, acariciando con movimientos sedosos las teclas de aquel piano y deleitando con su interpretación a todos los asistentes, concentrado, con la mirada hacia abajo, con el pelo perfectamente peinado al lado. Todo muy diferente a la última vez que pude disfrutar de la música que fabricaba, en su casa, con el pelo alborotado por la tormenta y el pijama de aviones de colores mientras tomaba un chocolate. Tocó numerosas piezas durante la misa, pero ninguna como la interpretación de “Lacrimosa” de Mozart. Aún después de tantos años, cuando escucho los primeros acordes de este tema, recuerdo a aquel muchacho de apenas doce años convirtiendo una misa de domingo en un momento mágico e inolvidable. Cuando me siento triste o desbordada por alguna situación aún la escucho y sigue dándome la paz que me proporcionó en aquel momento, la seguridad, las ganas de convertir todos mis proyectos en realidad. Es una fuerza sobrenatural lo que esa melodía produce en mí, algo que se siente, simplemente, muy en el interior del corazón, algo que dejo huella en mí.

Al terminar pude acercarme a él, saludarlo y darle mi enhorabuena.

- ¡Enhorabuena, Mario! Siempre me sorprendes. Y pensar que estaba enfadada contigo porque no llegabas…. ¡Eres un niño travieso! - le dije a modo de chiste.

- ¡Gracias, Paula! Sabía que te iba a gustar y también que te enfadarías por mi tardanza, pero no podía decirte nada, entiéndelo, era una sorpresa. Tengo libre hasta la hora de comer... ¿Vamos a todos esos lugares que me comentaste en la carta? ¡Tengo ganas de conocerlos!

Después de misa de los domingos todos los niños suben al jardín a comprar chucherías en el quiosco de Manuel. Manuel es un hombre de mediana edad, pequeñito y que va con muletas porque le falta una pierna. Yo, en mis fantasías de niña, siempre lo recreaba como un superviviente de guerra, un luchador que había librado miles de batallas, alguien valiente y tenaz. Ahora, en cierto modo y desde mi conocimiento de adulta, pienso que algo de realidad había en aquellos pensamientos de niña inocente (la vida nos pone por delante muchas batallas que sortear y, en esas batallas contra la vida, algunas personas quedan más dañadas que otras, física o psicológicamente.

Compramos todo tipo de chucherías de las que no convenían para nada a nuestros pequeños dientes en proceso de desarrollo pero que saciaban enormemente nuestros más golosos deseos, dentaduras, chicles Boom de natillas, Chupa-Chups de Drácula y caramelos de cubalibre (hoy en día esos caramelos seguro que estarían prohibidos), ¡estaban tremendamente ricos!

- ¡Ven! ¡Te enseñaré algo! - le dije.

En el jardín crecen numerosas especies de plantas y flores. Miguel, el jardinero, las riega y cuida con cariño cada día y regaña a todos los niños que intentan pisotearlas, como debe de ser. Todos los pequeños de Begíjar le tenemos un gran respeto, pues, aunque es un señor un poco gruñón, tiene sus motivos y ama su profesión.

Entre unas plantas olorosas parecidas a la hierbabuena viven unos insectos pequeños de color negro. Tienen un débil caparazón sobre sus espaldas y brillan en la oscuridad. Lo sé porque, a veces, me llevo a casa algunos ejemplares metidos en una caja de cerillas y los observo durante la noche. Supongo que son un tipo de luciérnagas y a mí me parecen impresionantes. ¿Cómo algo tan pequeño puede desprender una luz tan enorme?

Si todos desprendiéramos esa pequeña luz que conservamos en nuestro interior el mundo sería un lugar más claro, ¿no creéis? Estos pequeños animalillos me hacían reflexionar mientras los observaba atónita emanando su brillo incandescente y me hacían recordar que todos tenemos una luz interior que debemos de proyectar hacia los demás. A mí a veces se me olvidaba y prefería vivir en mi sombra, pero, como todo en esta vida, era cuestión de introspección, como me decía un gran amigo: “es cuestión de tocar fondo y darse cuenta”.

Jugamos con las luciérnagas hasta la hora de volver a casa y, en la tarde, quedamos con mi amigo Jesús. Él es el mejor guía turístico de los alrededores para mostrarle a Mario todos los secretos y juegos peligrosos que esconden los olivares del camino de la huerta de Miguelete.

Mis dos amigos empastaron de maravilla. Yo no podía parar de reír al observar la cara de Mario cuando mi amigo Jesús decía:

- ¡Mira, Paula! ¡Vamos a robarle una coliflor a Miguelete!

- ¡Jesús, nos va a pillar el chacho Miguel y nos va a tocar correr olivas abajo! - le decía.

Mario, como se dice hoy en día, “lo flipaba” por aquel entonces. Ahora entiendo que eso no estaba nada bien y que el chacho, que era un buen hombre y quería un montón a todos los chiquillos que jugábamos por el barrio de “El Lavadero”, se enfadaba con motivos. Si queríamos una coliflor solo teníamos que pedírsela. Seguro que nos la hubiera regalado gustoso, pero a nosotros nos apasionaba sentir la emoción y la adrenalina recorriendo nuestros pequeños cuerpecillos al saber que estábamos arriesgando nuestro pellejo.

Os aseguro que fue la mejor Navidad de mi vida. La pasé feliz junto a Mario, Jesús, mi hermano y mis primos que también volvían al pueblo de visita en esas fechas. Todos hicimos una enorme piña que se divertía tirando petardos, jugando al fútbol o creando dibujos de animales junto a la hoguera que mi madre preparaba cada tarde.

Y es que, amigos, es tan fácil ser feliz con las pequeñas cosas que tenemos a nuestro alrededor que, a veces, se nos olvida verlas y, si no conseguimos verlas, difícilmente podemos disfrutarlas. También es sencillo ser amable y servicial con la gente que nos rodea (es sanador y reparador, pues la ciencia moderna aún no ha sido capaz de producir un medicamento tan eficaz como pueden ser unas pocas palabras bondadosas en momentos en los que ciertas situaciones se nos hacen difíciles o se nos ponen un poco cuesta arriba). Sin duda Mario fue mi descubrimiento más prematuro de que, a pesar de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor, aún se podía confiar en el buen corazón de las personas. Él me ayudó de manera incondicional, estuvo conmigo, me hizo reír cuando solo tenía ganas de llorar, devolviendo de nuevo el resplandor que se había apagado a mi vida y encendiendo en mi corazón cuan luciérnaga la llama de la compasión.

Han pasado muchos años tras la historia que hoy os relato. Muchas personas de las que nombro en este texto ya no viven con nosotros en el plano terrenal pero sí en nuestros corazones y, mientras los recordemos con cariño, nunca dejarán de hacerlo. Si tú, que me estás leyendo, has vivido en Begíjar durante la década de los noventa y eras niño como yo, sabrás lo cierto que hay en mis palabras y seguro estás sonriendo al recordar a estas personas.

Durante muchos años seguí manteniendo relación vía postal con Mario, pero, al hacernos mayores, las situaciones cambian y, en cierto modo, cada uno se ocupa de su vida y de sus problemas que ahora son mayores que antes. Por medio de conocidos sé que actualmente ejerce como profesor de música en Córdoba (seguro que, ayudando a cientos de niños a superarse cada día, como solo él sabe hacerlo de esa manera tan especial y cariñosa).

Aún conservo la foto de aquella tarde en una carpeta antigua con mis sobres y cartas de olor a flores, junto a una de sus cartas escritas en papel de libreta a rayas con letra de niño de doce años. Él me enseñó que todas las personas merecen una oportunidad en la vida para ser comprendidas y aceptadas, y eso es lo que intento inculcarles a mis hijos cada día. Ser mejor persona es una opción que debemos de agarrar y tomar como doctrina en nuestro día a día. Y hacer sentir bien a los demás es algo que nunca deberíamos dejar de practicar.

Recordar que nunca debéis de sentiros solos porque siempre estaréis con vosotros mismos, con ese yo, el yo que nunca os abandonará y, si alguna vez os pasa de manera que no se pueda evitar, pensar que Dios siempre está con nosotros y confiar en la humanidad, porque aún queda gente de buen corazón perdida en este dislocado e incomprendido mundo en el que vivimos. No os olvidéis de poner música en vuestras vidas: no hay nada como una buena canción que nos haga recordar buenos momentos.

Esa es mi filosofía de vida.

Paula.

Relato incluido en el libro I Certamen Literario "Patrocinio Biedma"


Pilar Pérez Cuevas

Begíjar 23 de abril de 2022









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