EL SECRETO DE LA NOGUERA
Seudónimo: Strelitzia
El enardecido mes de julio llegaba al ecuador de su vida anunciándonos las próximas fiestas de Santiago Apóstol en Begíjar. Mis amigas y yo preparábamos ilusionadas los vestidos que estrenaríamos el día de la víspera y con los que bailaríamos en la verbena hasta que los pies aguantasen (música, huateque y farolillos nos acompañarían en las venideras noches de las fiestas dedicadas al patrón de nuestra querida parroquia).
Los forasteros, como así los llamábamos en el pueblo, comenzaban a llegar desde todos los lugares de la geografía nacional, ya que la emigración en décadas anteriores había dado lugar a que muchos begijeños buscaran nuevos rumbos para sus vidas (trabajo y una estabilidad económica eran las principales causas de estos desplazamientos). En vacaciones la gran mayoría volvían al que era su hogar natal para poder visitar a sus familiares y así disfrutar y compartir con primos, abuelos y tíos de la festividad de Santiago.
Corrían los años setenta cuando cumplí los dieciocho en un hogar donde todos o casi todos teníamos las ideas muy claras de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Papá nunca fue una persona permisiva conmigo por ser mujer, al contrario que con mis hermanos varones, en lo que a entradas y salidas respecta, pero mi reciente mayoría de edad me otorgaba seguridad y confianza en mí misma. Quizá en los reiterados intentos de sobrevivir entre hombres tejí esta personalidad. Trabajaba duro en casa y en la huerta familiar de la que nos sustentábamos para intentar suavizar ese carácter añejo de mi progenitor y conseguir un poco más de libertad, eso sí, después de cumplir con todas mis tareas reglamentarias.
Todas las mañanas bien temprano tomaba el camino con la fresca hacía La Bullidera antes de que el calor del verano que atacaba despiadado a ciertas horas de la mañana hiciera su aparición. En este lugar se situaba la huerta que labrábamos y cultivábamos con esmero tanto mi padre como mis hermanos y yo. Cargada con el almuerzo de los hombres de la casa y con un paso tras otro subía contenta hasta aquel lugar maravilloso para mí cada día del año sin excepción.
El nombre del paraje se debe a que por él corría un arroyo de agua fresca que bullía incesante proporcionándole un frescor envidiado hasta por los mismísimos dioses. El agua pura vida que brotaba incesante lo convertía en un lugar fértil y fresquito, sobre todo en los meses estivales. Una casita de piedra donde papá guardaba todos los aperos necesarios para labrar la tierra rodeada de árboles frutales y una noguera centenaria nos deleitaba con su sombra convirtiéndose en el lugar perfecto para tomar una merecida siesta después de un duro día de trabajo. Al lado de ésta, una pequeña alberca donde las ranas amenizaban las noches con su banda sonora. La utilizábamos para recoger el agua del arroyo en los meses de invierno y asegurarnos el sustento del preciado líquido durante todo el año. En definitiva, un auténtico paraíso terrenal en el corazón del olivar jienense.
Aquella siesta mientras recogía los pimientos y calabacines escuché a mi hermano Eduardo decirle a papá que unos amigos suyos vendrían a darse un chapuzón en la alberca y pasar la tarde, pues en verano también la utilizábamos para refrescarnos ya que no existían lo que ahora se conoce como piscinas. La alberca era la opción perfecta. Eduardo tenía tres años menos que yo, pero era un lince para los negocios.
- Papá, después del baño te ayudaremos con los tomates entre todos. El que ayuda nunca estorba- le decía de manera pícara, mientras se apuraba en terminar su tarea para poder disfrutar del ansiado baño junto a sus amigotes.
- A ver si me vais a destrozar el huerto niños- refunfuñaba mi padre entre dientes, no muy convencido de las ideas de mi hermano.
- Yo les echaré un ojo a estos cafres, papá. Te puedes ir tranquilo a descansar- le arremetía mi hermano mayor, Serafín, quien compartía nombre con nuestro progenitor.
- ¡Y tú, Adela, encárgate de los muchachos, que no vayan a liar aquí un desbarajuste, y vamos, que no te cunde!- me rechistaba de malas pulgas.
Él era así de dictador con todos, pero en especial con mamá y conmigo por ser las mujeres de la casa. Lo quise mucho, pero a veces también lo odié con la misma intensidad.
Papá caminaba pesaroso cuesta abajo dejándonos como responsables del negocio familiar cada tarde al caer el sol, mientras mamá lo esperaba en casa con la cena preparada y el chato de vino fresquito sobre la mesa de madera del salón. Así debía de ser, porque si no lo era, este sacaba a relucir su peor versión y os aseguro que no era nada agradable escucharlo gritar a mi madre sin poder hacer nada al respecto.
-¡Buenas tardes tenga usted señor Serafín!- escuché unas voces a lo lejos, mientras mi padre terminaba de poner los puntos sobre las íes a los amigos de mi hermano para que quedase bien claro quien mandaba en aquel sitio.
Los vi aparecer uno a uno por el camino, los de siempre: Antonio, Miguel, Cayetano y Manolo, que era el que habitualmente traía a cuestas la cantimplora refrigerada y llena de paloma para cuando la cosa se ponía a punto (la paloma era una mezcla de anís con agua que preparábamos los jóvenes para acompañar las fiestas). El transistor no podía faltar tampoco en este tipo de huateques pues siempre nos animaba con alguna canción de los Fórmula V.
Mi sorpresa fue cuando al levantar la mirada pude comprobar que otro grupo de chicas que no conocía también se acercaba hacía nosotros (en total unas doce personas). Se iba a liar parda, lo veía venir, y yo para esto era buena visionaria pues me conocía como se las gastaba papá y todo acto que no le cuadrara tendría sus represarías.
- ¡Ade, venacapacá y deja eso que el comandante ya tiene que estar casi llegando a Begíjar!- me gritaba Eduardo eufórico, haciendo esos sonidos típicos que me molestaban tanto, como si estuviese llamando a una bestia.
Solté el cesto con las verduras que había recogido y corrí a la incitante llamada del diablo de mi hermano, porque para mí lo era por ese punto de locura que lo caracterizaba. Siempre admiré su rebeldía pues era el que más quehacer le daba a mi padre, aunque siempre se las ingeniaba para camelárselo.
- Mira, estos son los primos de Tomás, nietos de María La Coneja: María, Toñi, Alicia y Santiago, que han venido de Barcelona. Deja los calabacines que ya los cogeremos ahora después entre todos y ven a probar la paloma. ¡Sácala ya Manolo!- yo me quedé boquiabierta ya que no había visto nunca a Eduardo en esa tesitura y la verdad me daba un poco de miedo, pero accedí, pues estaba ya cansada de lidiar con la verdura y el mal humor de mi padre aquel día.
Serafín prendió el transistor y, tras tomarnos unos chupitos de paloma semicongelada, todos los chicos fueron entrando a la alberca de la forma más bruta y salvaje que yo había visto jamás. ¡Unos energúmenos totales! Aunque no me extrañaba para nada, pues conocía bien a los amigos de Edu. Las chicas, más cautas, fueron entrando poco a poco como si les tuviesen miedo a las bestias.
- ¿No te bañas?- me dijo una voz algo ronca que hizo estremecer mi cuerpo escuchimizado.
- No traigo bañador- es lo que alcancé a responder titubeando, pues ese escalofrío que me hizo temblar aún recorría mi cuerpo de punta a punta.
- Yo tampoco, pero sin bañador el baño es más placentero- me respondió descarado, lanzándome una sonrisa maliciosa desde los ojos negros más bonitos que había contemplado en mi vida.
- ¡Qué dices, idiota!- contesté haciéndome la enfadada por la proposición, aunque en realidad hubiese pagado por ver caer ese pantalón al suelo.
- ¡Al agua señorita!- gritó mientras me cogía por las piernas y me lanzaba a la alberca como si fuese un saco de patatas.
La tarde transcurrió entre risas, bailes y muchos chupitos de paloma sin olvidar la recolección de tomates dirigida por Serafín, quién se encargó de que cada uno cumpliese con el deber estipulado en el contrato verbal de nuestro hermano con padre.
“Quiero verte a solas. Escápate mañana noche de casa. Nos vemos bajo la noguera de La Bullidera.”
Eran las palabras escritas que Tiago (como así lo llamaban todos) metió en el bolsillo de mi delantal, antes de la despedida, aquella noche.
El cielo raso salpicado por millones de estrellas y la brisa de la anochecida mecía mi melena rubia al viento desaforadamente mientras cautelosa saltaba el bardal que separaba la cárcel en la que se había convertido mi casa de la libertad que tanto necesitaba. Os preguntaréis si sentí miedo. Sí, mucho, pero no me detuvo.
Bajo la noguera y hecha un manojo de nervios esperé impaciente a aquel chico moreno de unos diecisiete años que me empujó con su sonrisa encantadora a cometer la locura más descabellada jamás imaginada. El vestido blanco de lunares de colores apenas alcanzaba a tapar mis rodillas, frágiles y temblorosas, mientras mi cabello ensortijado mecido por el viento caía de manera sensual por uno de mis hombros descubiertos. Alguien tapó mis ojos un momento. Me volví a estremecer al sentir el contacto de sus rudas manos sobre mi rostro encendido.
Tiago vestía bermudas negras y camiseta color rojo fuego, tan abrasador como el calor que yo sentía cuando su proximidad me embriagaba del dulce aroma de su cuerpo. Acarició mi barbilla suavemente mientras clavaba sus ojos negros en el azul de los míos envenenándolos de pasión. Apartó el pelo de mi cara sonrojada mientras deslizaba los dedos por mi espalda sin prisa y, sin celeridad, pude sentir el tibio calor de sus labios carnosos sobre los míos. La primera vez que me besaron. Jamás olvidaré todo lo que sucedió aquella noche en la que nos convertimos en uno, él y yo junto a la noguera que fue testigo directo y silencioso de aquel increíble momento.
Pasaron las fiestas de Santiago y todos nos juntábamos en pandilla: mis amigas, los amigos de mi hermano y los nietos de La Coneja. Entre ellos, él, y cada noche la noguera de La Bullidera era testigo de un amor fugaz y pasional de dos chiquillos descubriendo sus sentimientos, su cuerpo y el pecado de hacer lo políticamente incorrecto. Eso era lo que le daba la chispa más disparatada, eso era lo que más disfrutaba, el hacer lo que quería, el ser yo sin tantos prejuicios, horarios y regañinas. Cuando estaba con Tiago era yo y no solo me entregaba en cuerpo a él, sino en alma y corazón dejando todo mi ser al descubierto.
No llegó el final del verano como en la canción de Verano Azul, pero sí terminaba julio sin poder echar marcha atrás en el calendario y con ese final inevitable yo sabía que Tiago y sus hermanas volverían a Barcelona. Es por eso que vivíamos intensamente cada momento que la oscuridad de la noche nos regalaba una vez más, allí en aquel nuestro paraíso particular.
Nunca se me olvidará aquella mañana de septiembre cuando le dije a madre que no me encontraba nada bien y que no iría a la huerta y las voces de papá que llegaban al techo mientras mamá me sujetaba para que no cayera desmayada al suelo.
Don Gregorio, nuestro doctor, confirmó lo que yo sospechaba y no quería asumir.
- La chica está embarazada- suspiró sabiendo lo que eso significaba, mientras acomodaba las gafas en su nariz afilada y limpiaba el sudor perlado que asomaba en su frente.
Solo sé que sentí la bofetada de papá arremetiendo contra mí con toda su rabia y que desperté del segundo mareo del día tumbada en mi cama.
- ¡Es una descarriada como tú!- es lo que alcancé a escuchar porque aún tenía los oídos tamponados por el golpe.
- ¡Cuándo me entere de quien ha sido el sinvergüenza lo mato¡- volvió a gritarle a mi madre fuera de control.
Nunca lo supo ni él ni nadie. Ese secreto iría a la tumba conmigo, lo tenía clarísimo, y como decidí no hablar, lo que viví durante los meses siguientes fue un infierno que quizás yo misma había forjado pero por el que volvería a pasar sin duda alguna.
Papá decidió que me casaría con el hijo de una prima suya de Sabiote antes de que el resultado de mi desliz fuese visible, acabando así con la reputación de toda una familia, y fue de esta manera como contraje matrimonio con Luis en las fiestas del Cristo de la Vera-Cruz acompañados por el castillo de fuegos artificiales y la barriga llena de huesos.
El veinticinco de abril de 1975, después de doce horas de parto, di a luz a un niño precioso de tres kilos y medio al que llamamos Serafín, como su abuelo, y aunque los chismes comenzaron a corretear por el pueblo, Don Gregorio se encargó de divulgar que el nieto primogénito del hortelano de La Bullidera fue sietemesino.
El matrimonio con el primo Luis fue llevadero: él trabajaba codo a codo junto a mis hermanos en La Bullidera y aprendió pronto el oficio, pues papa cayó enfermo a los pocos meses del nacimiento de mi hijo y falleció apenas un tiempo después para mi tranquilidad. ¡Que Dios lo tenga en su santa gloria!
Serafín era el niño más bonito que os podéis imaginar: moreno de tez y de pelo y con esos ojos profundos heredados de su padre. “Un conejito” precioso, como yo lo llamaba cariñosamente. Comprenderéis el sentido de ese apodo amoroso.
Luis quería mucho al niño y con el tiempo también aprendió a quererme a mí como jamás imaginé que pudiese hacerlo. Era muy bueno y atento y se dedicaba a trabajar para que no nos faltase de nada ni a su hijo ni a mí, pues desde el primer momento aceptó a mi criatura como si él hubiese sido el que lo concibió. Nunca hubo preguntas incomodas ni reproches.
En los años que transcurrieron supe de Tiago, pues cada julio su hermana Alicia que volvía al pueblo se encargaba de traerme noticias de él: sus padres lo mandaron a estudiar medicina a Pamplona, ya que era bueno con los libros, y que en los veranos aprovechaba para pasar las vacaciones con una novia que conoció en la facultad de medicina, olvidándose así un poco de su pueblo materno. Más tarde, acabados sus estudios, contrajo matrimonio con esa chica y formó una familia hermosa de la que nació una niña llamada Macarena.
Eduardo desposó a Alicia unos julios después convirtiéndose está a su vez en tía de mi hijo, mejor amiga, confidente y cuñada.
La iglesia de Santiago Apóstol lucía hermosa para recibir el evento nupcial, adornada con lilas de nuestra huerta que inundaban de mi fragancia favorita cada uno de sus rincones. Fue allí mientras mi hermano entraba por la puerta de la mano de mi madre cuando lo volví a ver después de algunos veranos con Macarena en brazos (yo sostenía a Serafín de mi mano fuertemente y fue cuando el corazón me volvió a dar un vuelco).
La fiesta se celebró en La Bullidera. Música y niños por todos lados llenaban el lugar de alegría y algarabía, pues mi hermano Serafín se metió prisa en eso de procrear y ya llevaba cuatro zagales. Mi cuñada era una buena coneja, aunque ésta no era de pura cepa.
Y bajo la noguera que guardaba todos mis secretos más profundos es donde Macarena y Serafín se encontraron casualmente y también donde nos volvimos a ver Tiago y yo frente a frente.
- Adela tienes un niño precioso- me dijo, clavándome fijamente la mirada.
- Quiero verte a solas, escápate mañana noche de casa, nos vemos bajo la noguera de La Bullidera, es importante- le susurre al oído mientras me alejaba de él.
Y allí volvíamos a estar más maduros, con el paso del tiempo sobre nuestros cuerpos: él, un exitoso médico, y yo, una mujer infeliz jugando a ser fuerte, bajo la noguera, en una noche estrellada de julio. La carne volvió a ser débil y confesé mi gran secreto a mi gran amor. Esa noche fue la que dio comienzo a otras y otra vez se repitió la misma historia.
- Volveremos a vernos cuando la vida nos pueda juntar de nuevo, tesoro. Cuídate- le susurraba al despedirnos.
Y así, cada julio, nos encontrábamos en el mismo sitio y con las mismas ganas del primer día, aun sabiendo que los dos arderíamos en el más grande de los infiernos.
Mi querido Luis falleció en un desgraciado accidente cuando nuestro hijo contaba con veinte años de edad. Y digo querido porque lo quise más que a mi vida, pues siempre fue el pilar de nuestra familia, compañero en las buenas y en las malas, a pesar de todo. Contar con el apoyo de mi hijo y con el cariño de mis hermanos y cuñadas en aquellos momentos tan dolorosos fue como un rayo de luz que estalla en la oscuridad, pues la partida de mi marido me dejó días tristes de tremenda soledad.
Tiago me mostró sus condolencias para con Luis mediante carta, pues desde el día en que le confesé que Serafín era su hijo siempre se preocupó porque no le faltase de nada, y gracias a su ayuda económica nuestro hijo cursó la carrera de profesor en la Universidad de Jaén cumpliendo su sueño de enseñar a los demás, pues desde niño tuvo esa vocación.
Unos años después, María Elena, que así se llamaba la esposa de Tiago decidió pasar los últimos meses de vida en Begíjar, pues decía que le encantaba el embrujo de nuestro pueblo y el aire de la huerta le sentaba fenomenal para la afección respiratoria que padecía desde jovencita. Tiago nunca se perdonó no poder hacer nada más por ella, cuando falleció tristemente de una neumonía irreversible.
Entonces fue cuando Tiago decidió pedir traslado al hospital de Jaén y vivir los años que le quedaran de vida en el pueblo, cuidando de ella y junto a mí (no sé si el amor de su vida, pero sí su locura y la que intentaba sacarle siempre una sonrisa, aunque ella misma estuviese rota por dentro).
Macarena y Serafín estuvieron encantados con la noticia de nuestra unión al enviudar, al igual que mi cuñada Alicia, a la que siempre consideré demasiado astuta ya que sospecho que siempre intuyó que mi niño era en realidad su sobrino carnal, aunque nunca me lo dijera por respeto o vergüenza.
Y esta es la historia de mi compleja vida. ¿Pero acaso alguien dijo que ésta sería fácil? Con los años y los daños aprendí a cultivar la paciencia y a encontrar la felicidad en la sonrisa de mi hijo y en el beso amoroso que Luis me regalaba cada noche. Comprendí que la vida son momentos tan fugaces que hay que aprovecharlos, pues siempre no se puede tener lo que se desea. Pero, ¿por qué no ser feliz, aunque sea por momentos? Pienso que todo lo que está hecho desde el amor verdadero está bien hecho.
Los obstáculos, las tristezas enmascaradas de alegrías, las traiciones que solo la noguera de La Bullidera conocía hasta este momento solo fueron el camino que tuve que recorrer con esperanza y fe de que todo lo que tiene que ser algún día sería y así fue y así lo he contado.
Ahora entiendo que todo pasó por algo. Ahora encontré lo que siempre fue para mí. Ahora mi secreto es vuestro y no morirá conmigo.
FIN
III Certamen Literario en Begíjar
En un ambiente mágico
Plaza de la Constitución
Segundo premio III Certamen Literario Patrocinio Biedma
Llegó el momento de desvelar "El secreto"
Participantes y jurado
Foto grupal
Acompañada siempre, por los que más quiero